
Hablamos de algo un poco más complejo y difícil de medir, como el porcentaje del PIB que dedicamos a financiar la miríada de planes y programas que hemos diseñado para combatir la pobreza, pero sumado también al enorme coste que significa mantener a la burocracia especializada que gestiona estos programas; a lo que nos cuesta la baja productividad laboral adulta de los niños que han crecido en la pobreza; al dinero que gastamos en justicia y en programas de resocialización para niños que cuando son jóvenes cometen delitos; a las cantidades que destinamos a la atención de la salud de unas personas que, habiendo vivido casi toda su vida en la pobreza, llegan a adultos mayores con mala salud.
A ello hay que sumar otros costes a los que no relacionamos directa e inmediatamente con la pobreza, como el de la corrupción (que viene en el mismo paquete del modelo de Estado del Bienestar que se elija, bien sea el de seguridad de Bismarck o el de equidad de Paine), el del clientelismo político, el de la concentración de poder, el de la inflación, y los que aparecen relacionados con la pérdida de libertades, la creciente desigualdad social y la ausencia de calidad de vida democrática en un sistema que lucha contra la pobreza, pero con las herramientas equivocadas.
Encontrar ese porcentaje es tarea de titanes, sin dudas. Mucho más dura, si cabe, cuando advertimos que, por razones que no son muy difíciles de explicar, la pobreza aparece delante de nuestros ojos más como un problema moral o político que como un desafío económico.
Una sola cosa parece cierta y de allí deberíamos partir para mirar este asunto con nuevos ojos: si las personas y las familias son consideradas «pobres» cuando no tienen dinero suficiente para vivir, la solución -la única posible- sería proporcionarles el dinero que necesitan.
Hasta ahora y desde hace unos dos siglos y medio, la solución de los gobiernos para este problema tan elemental no consiste en darles dinero directamente, sino en hacer realidad la sentencia bíblica de «ganarás el pan con el sudor de tu frente». Es decir, que la solución pasa por empujar a las personas necesitadas de dinero a salir al mercado de trabajo para que se procuren allí las rentas a las que aspiran. El mayor incentivo que hasta hace algunos años tenían las personas para hacerlo -dejando a un lado el de las rentas- era la seguridad y la estabilidad de su trabajo. Pero esa seguridad ha desaparecido casi por completo, excepto para un puñado de trabajadores que gozan de algún privilegio, como los empleados públicos, cuya contribución a la riqueza cada vez es menor.
A la pérdida de la estabilidad del trabajo, como consecuencia de la innovación tecnológica, se ha unido la crisis del Estado del Bienestar tradicional, que es producto, casi a partes iguales, de la insuficiencia de sus fuentes de financiación y del ataque ideológico de la derecha neoliberal. El resultado no puede ser más catastrófico: empleos inestables, salarios en continuo descenso, menores prestaciones sociales o prestaciones de inferior calidad, y lo que es más preocupante que todo lo anterior: legiones de personas que no tienen ni tendrán el más mínimo futuro en los mercados de trabajo tradicionales, por mucho que el Estado se gaste dinerales en cursos de formación.
En otras palabras: más pobres; incluso entre las personas que trabajan. Es decir, entre los «incluidos».
Llegamos a un punto en el que “el sistema ignora que produce pobres e ignora a los pobres que produce” (Milano, 1988). Lo paradójico es que esta situación emerge justo cuando en el mundo se está generando más riqueza que nunca.
Alguien -no diremos por ahora quién- se lleva el dinero que entre todos producimos, en cantidad más que suficiente, para que no haya ni un solo pobre entre nosotros. Es una injusticia con la que no podemos convivir más. Si la política mira para otro lado es porque, sin dudas, la eternización de la pobreza es una fuente infinita de oportunidades para políticos sin talento pero con mucha ambición de poder.
Muchas veces ese «alguien» no es un ser monstruoso y vil que se esconde detrás de una fachada corporativa y que acumula cédulas parcelarias en cantidades industriales, sino simplemente es la ineficiencia creciente de las herramientas que nos hemos inventado para luchar contra la pobreza (las cooperadoras asistenciales, los sistemas de primera infancia, los programas focalizados, los planes sociales, los refuerzos estivales, las asignaciones familiares, y un largo etc.).
En el mundo en que vivimos, a pesar de la creciente influencia y la enorme potencia de la tecnología, evaluar los recursos económicos de los ciudadanos para determinar si son pobres o no, y, en consecuencia, si tienen derecho a las prestaciones, es casi imposible, cuando no carísimo.
Lo es mucho más en Salta, en donde el trabajo productivo se concentra en el sector informal de la economía; es decir, allí donde no hay contabilidad formal ni datos sobre los ingresos. En circunstancias como estas, saber quién es pobre y quién no, quién necesita realmente una ayuda y quién, en caso de recibirla, estaría abusando de ella, puede resultar, como afirma Pranab Bardhan, profesor de Berkeley, «costoso, corrupto, complicado y controvertido».
La renta básica incondicional
Desde todo punto de vista resulta más práctico pagar una renta igual a todos los habitantes, sin importar si son ricos o pobres. Si lo hiciéramos, nos estaríamos ahorrando, para empezar, la enorme cantidad de dinero que hoy nos gastamos para identificar a los pobres, que no es solo el gasto en estudios y programas informáticos, sino el gasto que supone el sueldo de los burócratas a los que se remunera para certificar la pobreza, para luchar contra el fraude y para realizar la distribución política de los bienes.Dicho en términos muy simples, nos resulta mucho más económico erradicar la pobreza que combatir los síntomas que provoca, como lo estamos haciendo ahora.
¿Hay recursos suficientes para pagar una renta de estas características? Desde luego que los hay, pero no están ni estarán disponibles a menos que practiquemos cirugía mayor en la estructura de nuestro gasto público y nos animemos a acometer reformas profundas en la fiscalidad que aplicamos.
La financiación de la RBI -uno de los puntos más vulnerables del planteamiento teórico de la iniciativa- debe partir de un sólido compromiso por mantener -o incluso, incrementar- el gasto público actual en educación, en salud y en atención a la nutrición preescolar. Y debe contemplar la eliminación radical de cualquier otro tipo de ayudas, como por ejemplo los subsidios por desempleo, las ayudas por hijo, el regalo de bienes de consumo (anteojos, dentaduras postizas, chapas, sillas de ruedas, zapatillas, colchones, ropa deportiva, canastas de Navidad...), para que con el dinero de la renta cada quien pueda obtener los bienes que desea y necesita en un mercado transparente y de competencia asegurada.
Las investigaciones más recientes nos demuestran que es mucho mejor dar directamente el dinero a quien lo necesita en lugar de destinarlo a inspectores e intermediarios burocráticos. En Salta, particularmente, el fin del clientelismo político vendrá de la mano de la RBI y no del voto electrónico, como ingenuamente creen el gobierno e, inexplicablemente, algunos de sus opositores más veteranos.
Como dice Rutger Bregman, los políticos actuales practican con los pobres un paternalismo inaceptable, que es producto de una vieja y cada vez más injustificada falta de confianza de las «personas importantes» en la gente normal. Todo ese dinero que producimos, «en realidad no fue a los bolsillos ni de los basureros ni de los limpiadores ni de los profesores, sino de los banqueros», dice Bregman.
Dos mitos
Mientras la RBI va ganando adeptos y aumentan los países y territorios en lo que se experimenta con ella, sus detractores insisten en dos cuestiones: 1) que la renta incondicional desincentiva el trabajo, y 2) que sus perceptores pueden usarla para el juego, el alcohol o las drogas.Las experiencias más recientes, en países como Ecuador, India, México y Uganda, no ofrecen una evidencia incontestable de mal uso del dinero efectivo percibido. En su mayoría, la gente gasta el dinero en cosas que valen la pena.
Las mismas experiencias indican que la mayoría de los perceptores de la RBI, lejos de renunciar al trabajo y de pensar que la renta periódica les ha resuelto la vida, buscan fórmulas ingeniosas e innovadoras para incrementar sus ingresos y poder así lanzar su proyecto de vida. Ello, sin contar con una importante cantidad de perceptores que emplean recursos de la renta para mejorar su educación o para formarse en lo que realmente quieren, sin paternalismos indeseables.
Dicho en términos un poco menos formales: la proporción de beneficiarios que dedican todo el día a permanecer sentados frente a un televisor viendo partidos de fútbol y comiendo un trozo de queso del tamaño de la batería de un automóvil es mínima.
Como nos dice un convencido Rutger, «los pobres son los auténticos expertos en sus propias vidas». El holandés nos anima a creer en la libertad individual y a tener confianza en que la gente sabe qué debe hacer con su propia vida, al tiempo que nos advierte: «Ahora vivimos de lleno en una sociedad de burócratas y paternalistas».
La supuesta superioridad moral de los ricos sobre los pobres (la que da el teórico derecho a los primeros a decidir cómo han de vivir los segundos) no está suficientemente probada. Mucho menos en Salta, en donde históricamente ha sido el rico (el prominente señor) quien ha tendido a imitar los usos y costumbres de las clases supuestamente inferiores, y no a la inversa.
El sueño de la libertad
En una sociedad que presume de inclusión un día sí y otro también, faltan voces que alerten sobre un fenómeno desgraciado que se está produciendo en el corazón del mercado de trabajo y que a pocos parece inquietar: solo los ricos tienen derecho a elegir a qué dedicarse. Los pobres tienen que conformarse con el trabajo que otros les dejan hacer.La RBI podría acabar con esta tremenda injusticia, al darle al pobre la libertad necesaria para rechazar los trabajos que no le gusten o que no le interesen. Como afirma el profesor Bardhan, las rentas básicas mejorarían la dignidad de las personas más pobres y los efectos del trabajo que fomentan la solidaridad, al quitar cierta presión a quienes actualmente trabajan demasiado (especialmente a las mujeres). En vez de temer continuamente por su sustento, las personas autoempleadas, como los productores y vendedores de pequeña escala, podrían tomar decisiones más estratégicas y aprovechar su mayor poder de negociación frente a los comerciantes, intermediarios, acreedores y arrendatarios.
El trabajo basura
Según Rutger Bregman, la RBI nos va a permitir acabar con el «trabajo basura». En opinión del historiador holandés, un trabajo basura es aquel que es calificado como inútil por la persona que lo desempeña.«A menudo -dice Bregman- son trabajos muy bien pagados, pero pueden consistir en mandar correos electrónicos o escribir informes que nadie va a leer. No estoy hablando ni de basureros, ni profesores ni enfermeras».
Y hay trabajo increíblemente útil que no se paga, como el de ama de casa, el cuidado de los niños, de ancianos, de personas dependientes o el voluntariado. «Si todos ellos dejaran de trabajar, sí que tendremos problemas de verdad», pronostica Bregman.
La RBI, al permitirle a las personas usar de su libertad para decidir a qué dedicarse o qué hacer de su vida representa también un paso decisivo hacia una sociedad más justa, capaz de reconocer con equidad y transparencia los méritos de cada uno, pues permitirá revalorizar el trabajo de muchas personas que contribuyen a la creación de riqueza sin obtener remuneración (entre ellas, muchas mujeres); permitirá a los jóvenes decidir su futuro en base a sus ilusiones y sus expectativas y no a los dictados de un sistema que los ignora, e, incluso, a las mujeres que sufren violencia les permitirá romper con más facilidad los vínculos con sus agresores.