La pinza sindical aprieta al gobierno de Macri

En los últimos veinte años, el mundo civilizado ha asistido a un divorcio por entregas entre las organizaciones obreras, tal cual las conocemos desde el último tercio del siglo XIX, y los partidos políticos afines.

Algunos partidos contribuyeron a dar vida a los sindicatos (el caso de la Unión General de Trabajadores respecto del Partido Socialista Obrero Español, en 1888), y, a la inversa, algunos sindicatos constituyeron la columna vertebral de futuras organizaciones políticas (el Trade Union Congress inglés que dio vida en 1900 al Partido Laborista).

En la Argentina, sin embargo, aunque el movimiento sindical es mucho más antiguo que el peronismo, la vinculación entre las organizaciones obreras y el movimiento político fundado por Perón en 1945 es tan estrecha y duradera que aquel proceso de divorcio entre sindicatos y partidos apenas si ha conmovido la solidez de esta relación, que muchos creen fundacional aunque en realidad no lo sea.

Es por esta razón, probablemente, que cuando al peronismo les vienen mal dadas en las urnas -algo que no es infrecuente- una de las herramientas fundamentales del combate político es la movilización sindical. Es decir, que cuando los peronistas de la llamada «rama política» del partido enfrentan sus horas más bajas, automáticamente suben las acciones de unos dirigentes sindicales, que aparecen, en última instancia, como las personas mejor colocadas para bloquear a un gobierno no peronista.

En contextos como este, emergen en el horizonte político determinados dirigentes sindicales que, en condiciones «normales» (las de un gobierno peronista) no tendrían mayor protagonismo.

Si el peronismo hace un uso político partidario de su implantación en el mundo sindical es un debate eterno y, por supuesto, irresuelto. En ninguna parte está escrito que los sindicatos no puedan defender los intereses de las personas a las que representan a través de recursos y herramientas políticas, incluida la cada vez más impopular huelga general.

Dónde está el problema

El problema es de naturaleza diferente y estriba a mi modo de ver en la incapacidad del peronismo, acrecida con el tiempo, para reconocerse a sí mismo como oposición, por un lado, y, por el otro, en la orfandad de los gobiernos no peronistas para enfrentar a la oposición política disfrazada de insatisfacción social.

A la falta de madurez cívica del peronismo que se resiste a entender las razones por las cuales no gobierna, se suma la falta de olfato del gobierno no peronista para encontrar soluciones adecuadas y razonablemente democráticas (es decir, no corporativas) a los bloqueos que le propone su antagonista.

La solución hasta ahora, para los gobiernos, ha sido intentar incorporar a sus filas a una parte del peronismo, o, lo que es lo mismo, converger de algún modo con él. Desde Galtieri a Kirchner, pocos han podido resistir la tentación de convertirse en los auténticos sucesores de Perón. De experimentos fallidos, como el tercer movimiento histórico, y de operaciones de transfuguismo multilateral se encuentra tapizada la historia de los últimos 35 años.

Evidentemente, una de las soluciones posibles es acabar de una vez con el monopolio sindical que promueve la ley y otra, bastante menos probable, es dejar que el peronismo reflexione y evolucione como lo han hecho otros partidos obreristas moderados del mundo.

Pero lo más práctico, lo que está más al alcance de la mano, es quitarse de encima los complejos y comprender que el peronismo funciona de este modo, que será muy difícil cambiarlo, metiéndole mano desde fuera, y que a la hora de enfrentarlo es mejor plantarle cara de una forma decidida que cortejarlo, con la esperanza de debilitarlo algún día.

La Argentina debe de ser el último país del mundo en que el movimiento obrero es monolítico y en donde la tecnología, la educación, el nivel de vida de los trabajadores, la evolución de la economía y los niveles de protección social no han influido de forma negativa en la homogeneidad del mundo sindical. Esa es la premisa de la que parte el peronismo, aunque se dé de narices contra la realidad. Si el mundo del trabajo asalariado ultraprotegido se ha reducido casi a la mitad en la mayoría de los países avanzados, pensar que en la Argentina toda la clase obrera piensa y siente igual que hace 35 años, es un error, una fantasía alentada por quienes aún creen que los sindicatos (y los partidos) son instituciones sagradas e imperecederas como la Iglesia.