
Entre hacerse ver y hacerse notar hay algunas diferencias entre sensoriales y filosóficas de las que sería muy difícil salir si uno se animara a meterse con ellas.
Lo que sí resulta menos complicado es afirmar que en el mundo en que vivimos ya no es suficiente con ser y con estar (con pasar y con devenir). Personas y grupos de los más variados se han lanzado a la aventura de conquistar la atención de los demás, a como dé lugar.
Más que de una carrera sería más apropiado aquí hablar de una obsesión, que abrasa a todos cuantos creen -con razón o sin ella- que su ser, su estar, su pasar y su devenir no son de ninguna forma relevantes para su prójimo y que si se quiere vivir con dignidad es mejor darse a conocer, digamos, por otros medios.
Pero claro, el problema no es que todos aspiren a un lugar «visible» bajo el sol sino que en los anchos dominios del astro no hay lugar para todos. Es decir, que no todos las minorías, las reivindicaciones, los sufrimientos y las injusticias pueden ser visibles al mismo tiempo: siempre se impondrán aquellas que convoquen al interés general por sobre aquellas que persigan objetivos sectoriales y particulares. De modo que la única forma de lograr la visibilidad propia es luchar contra la visibilidad ajena, por cualquier medio, sin reparar en su licitud o ilicitud.
Las primeras víctimas en la batalla por la visibilidad son los notables de siempre. Es decir, aquellos que por el solo hecho de abrir la boca tienen asegurada la difusión automática de sus palabras, sea que se trate de pensamientos de hondura filosófica o de tonterías solemnes. Por esta razón, probablemente, cualquier celebridad que afirme algo, o que, sin siquiera decir nada, se enfrente a una situación delicada, automáticamente se convierte en blanco de quienes, en nombre de otras visibilidades en ciernes, aspiran a ocupar ese espacio tan apetecido.
Probablemente nadie ha reparado en el hecho de que la visibilidad total (de todos y de todas) no conseguiría mejor resultado que nada se viera ni se distinguiera. «Lo mismo un burro que un gran profesor». Todos a la vista de todos (y de todas) traería solo resultados catastróficos.
Por supuesto, hay causas, grupos y personajes injustamente excluidos de la exposición pública, pero no hay que olvidar que muchos eligen prudentemente las sombras de la invisibilidad precisamente para no caer en las luces, siempre engañosas, de la imbecilidad. En otras palabras, que hay individuos y colectivos que basan su estrategia en el recato, en la contención y en lo que desde algunos años llamamos, con cierta imprecisión, «perfil bajo».
Muchos de los visibilizados y buena parte de los visibilizables se enfrentan hoy a situaciones paradojales, como el tener que asumir que hay otras personas y otros grupos que se sienten mortalmente ofendidos por lo que ellos dicen, hacen o experimentan. Visibilizar a alguien conlleva siempre el riesgo de poner un zapato sobre otro que aspira a lo mismo.
Pondré un ejemplo, aunque sé de antemano que no es el más adecuado: el presidente Trump, un narcisista consciente de su impopularidad, para lograr la ansiada visibilidad, necesita aniquilar primero la de su antecesor, Barack Obama, que disfruta de sus cotas más altas de popularidad desde que dejó el cargo el pasado 20 de enero.
Hace años, cuando los expertos vaticinaban que en la tercera década del siglo XXI gobernarían los poetas todos teníamos la esperanza de un mundo luminoso en el que las desigualdades no harían sino reducirse a su mínima expresión. Hoy, ya no son ni los sociólogos ni los psiconanalistas los candidatos a liderar el mundo, puesto que, hablando de lo que hablamos, hay un oficio que terminará tarde o temprano por imponerse a los otros: mañana nos gobernarán los ópticos diplomados.
Si, en efecto, vivimos en una sociedad de individuos miopes, lo lógico es que gobiernen ellos, de día, porque por la noche tendrían que hacerlo los técnicos de Lusal.