
En los últimos años, el uso de esa herramienta fundamental para la vida en las comunidades políticas, que es el voto, se ha convertido en un ejercicio peligroso y, hasta cierto punto, en una práctica viciosa que termina propiciando gestos y actitudes que se sitúan en los antípodas de la democracia.
Es difícil saber cómo y por qué las democracias avanzadas han llegado a un extremo tan crítico, pero no sería arriesgado aventurar, aquí y ahora, que la explosión de la opinión política inmediata que se ha producido gracias a las redes sociales está detrás de este fenómeno. La otra posibilidad es echarle la culpa al cambio climático, que se ha convertido en una explicación muy socorrida para casi cualquier cosa extraña que suceda en el planeta.
Las elecciones presidenciales de Austria y referéndum sobre la reforma constitucional en Italia, ambos celebrados ayer, fueron convocatorias democráticas que en otras épocas habrían pasado casi desapercibidas fuera de las fronteras de los países interesados, pero que se convirtieron -de repente y sin un motivo serio- en verdaderos plebiscitos sobre el futuro de la democracia y de las libertades en la Unión Europea.
El fracaso de Matteo Renzi ha sido interpretado inmediatamente como una nueva hecatombe de la Unión Europea, como el preanuncio de un colapso más o menos inminente, cuando en realidad para lo que los italianos fueron llamados a expresarse fue para reformar la constitución de un país con unas instituciones políticas caóticas y superpobladas.
De la misma forma, el triunfo de Alexander Van der Bellen en Austria ha servido para extender un irresponsable y prematuro certificado de defunción de los populismos de extrema derecha en Europa. Austria es un país importante, con un importante PIB per capita, pero con una población reducida y una influencia proporcional en los asuntos europeos.
Lo mejor de todo es que tantos italianos como austriacos votaron como lo hicieron siempre; esto es, sin atender a las presiones, las interpretaciones y las sugerencias que les llegaban desde afuera, en ocasiones de modo obsesivo, y solo centrados en las cuestiones sometidas a su consideración en las elecciones.
¿Es bueno que los pueblos voten así, o sería preferible que lo hicieran atendiendo hasta la más mínima reacción que su voto es capaz de producir fuera de las fronteras de su país? Si la elección del presidente de Austria o la decisión de reformar o no la Constitución de Italia son asuntos señaladamente «domésticos», por qué motivo el resultado de estas elecciones puede convertirse en una catástrofe para los países vecinos?
Son preguntas que, por el momento, no tienen una respuesta convincente. Un dilema que se inscribe en las tensiones entre lo global y lo local, dos dimensiones que parecen alejarse cada vez más la una de otra.