La democracia que apesta

Muchas veces se ha subrayado que el principal derecho que tienen las minorías en democracia es el de convertirse en mayorías en cualquier momento.

Este derecho fundamental tiene como contrapartida, normalmente, la obligación de las minorías de respetar el plus de poder de las mayorías instituidas, y se ejerce en un contexto en que la mayoría debe respetar a todos los grupos minoritarios y en el que todos deben respetar la ley y las reglas del juego.

El triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales norteamericanas y, sobre todo, las reacciones adversas que se están produciendo en el interior del propio país que lo ha elegido, invita a pensar que la democracia sufre, además de los clásicos y no tan clásicos abusos de las mayorías, una clara extralimitación de las minorías.

El hecho de que la democracia sea, en última instancia, una cuestión de número (el poder corresponde al grupo más numeroso), nos impide ver y remarcar el papel de las minorías, no ya cuando estas son minúsculas, sino cuando son casi tan numerosas como el grupo mayoritario.

Cuando ello sucede, las minorías multitudinarias (aquellas que obtienen entre el 47 y el 49,9 por cien de los votos) tienden a desconocer la legitimidad mayoritaria. Si estamos en presencia de un fenómeno nuevo no es sino por una sola razón: en esa parte del espacio público que se hace visible en las redes sociales, el 48 por cien de los electores hace tanto o más ruido que el 52 por cien triunfante.

A más ruido, más intensa es la sensación de mayoría experimentan quienes han perdido las elecciones y más legítima -piensan ellos- que es su capacidad de bloqueo. El movimiento Not My President es solo una muestra de este fenómeno negativo.

La democracia está lejos de ser un sistema perfecto, pero tiene unos mecanismos bastante sofisticados para evitar, tanto que las mayorías atropellen a las minorías, como que suceda lo inverso; es decir, que las minorías impidan a las mayorías ejercer sus derechos.

El más importante de todos estos mecanismos es la supremacía de la ley y lo que conocemos como Estado de Derecho. Son conceptos diferentes -no cabe dudas- pero de ellos se desprende un principio común que es clave: la ley preexistente -incluida, por supuesto, la constitución- se impone sobre cualquier otro principio gubernativo, permanente o transitorio; especialmente contra la tiranía y la arbitrariedad del poder político.

Hablo de las leyes que ya están, las que nos hemos dado todos con anterioridad a través de nuestros representantes, después de debates abiertos, públicos, con audiencia y participación de las minorías. Por este motivo, y no por otros, es sumamente importante para la vigencia y continuidad del sistema democrático que las leyes que sancionan las cámaras legislativas no contengan delegaciones de poderes a favor del gobernante de turno, un fenómeno muy llamativo -por frecuente- en el Estado federal argentino y en sus provincias.

En las leyes que nos preceden están resumidas las aspiraciones coincidentes de las mayorías y de las minorías; pero no una coincidencia circunstancial sino un acuerdo que es producto de un proceso reflexivo y racional, que normalmente requiere de un largo tiempo para su concreción.

Un poder legislativo coyuntural, integrado por enemigos de la democracia, puede, sin dudas, sin negociación y sin debate, abrogar las leyes anteriores y sustituirlas por otras que terminen anulando las libertades que cimentan nuestra convivencia, y borrando de un plumazo los acuerdos que permitieron alcanzar equilibrios políticos y sociales.

Pero para una situación como esta tenemos al Poder Judicial, cuya estabilidad no depende (no debería depender) de elecciones populares, aunque -ya lo hemos visto en el caso de Salta- corremos el riesgo de quienes lo ejercen puedan tener la tentación de congraciarse con el poder de turno o de adoptar decisiones para agradar a las mayorías circunstanciales o a los grupos minoritarios con mayor capacidad de presión sobre las instituciones.

Si fallara el Poder Judicial, como último refugio de los derechos y libertades fundamentales de las personas, lo que corresponde, simplemente, es no hablar de democracia sino de otro tipo de sistema, en el que la tiranía de la mayoría o los atropellos minoritarios contra el interés general son posibles.

Y lo son, simplemente porque en este tipo de regímenes -llamémosle, iliberales- los grupos (cualquiera sea su número) se arrogan el derecho de interpretar los deseos y las aspiraciones de los individuos. Pero estos, que hoy pueden expresarse por sí mismos, sin necesidad de que nadie los interprete o que represente sus intereses, deberían ser capaces, no solo de votar, sino de comparecer en cualquier momento ante un juez cualquiera, sin patrocinio letrado y en un procedimiento sin formalidades, para que sea el juez, en definitiva, el que señale el límite entre sus derechos y el poder que tienen los electos de mandar.

Este sistema, en teoría tan sencillo y en la práctica tan difícil de hacer funcionar, permite que lo que hoy podríamos llamar democracias apretadas no se conviertan en regímenes abusivos, hegemónicos o fratricidas, y se respeten los derechos de todos: los de los ciudadanos individuales, en primer lugar, y luego, los de las mayorías y minorías.