
El problema se presenta cuando los políticos perseveran en el error y se enamoran de sus propias equivocaciones, lo que ocurre a menudo bien sea porque les importa poco lo que le dicen sus asesores, porque estos son muy malos o a veces por ambas cosas.
El error político conduce a decisiones políticas equivocadas, que normalmente dañan a los ciudadanos, en sus intereses, en sus derechos, en sus expectativas. Pero mientras algunos errores se pueden enmendar (lo que ocurre especialmente cuando hay humildad y cierta dosis de inteligencia), hay otros errores que hacen escuela; es decir, que favorecen una falsa percepción de la realidad de larga duración por parte de seguidores y adherentes.
Es el caso de las jubilosas y poco meditadas declaraciones del Gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, a quien cierta prensa ligera ha convertido últimamente en una especie de pequeño oráculo de cuanta vulgaridad futura e incierta (sea o no política) ande dando vueltas por las redacciones menos informadas.
Siempre ha sido un problema para nosotros el que las personas más necesitadas de conocimientos sólidos y de información contrastada, acudan para aclarar sus dudas a las personas menos indicadas. Es algo que no hemos sabido remediar.
Los gobernantes (aquellos políticos que ejercen cargos de responsabilidad) deben dedicarse a hacer su trabajo y no emplear un tiempo que no tienen en ejercer como personalidades de alquiler. Este es un error muy frecuente, alentado por muchos asesores que creen que su misión en esta vida es la de promover la figura del líder antes que la de proponer las mejores soluciones para los problemas que enfrentamos todos.
Cuando se pone más interés en los focos que en los problemas colectivos, el resultado es que el líder se interna en resbaladizos terrenos, en los que muchas veces se ve obligado tirar de imaginación, o de mentiras, para no perecer atrapado en su propia maraña verbal.
Un gobernante -y hablo concretamente de Urtubey- no tendría por qué meterse en jardines tan delicados como el de la teoría política. Los conceptos fundamentales, en su boca, no solo son sospechosos de una imperdonable falta de objetividad, sino que, en la mayoría de los casos, suenan a pedantería juvenil. Y ello, a pesar de que últimamente el Gobernador presume de cierto respaldo académico por sus estudios de SciencePo en París y de Government en Harvard, que nunca han aparecido en su currículum oficial.
En cualquier caso, Urtubey demuestra siempre estar más preocupado por la supervivencia del propio sistema político que lo contiene que por los intereses generales de la sociedad.
La representación y la intermediación
La prueba más eficaz e incontestable de que el Gobernador de Salta habla con demasiado soltura de temas de los que no debiera es la afirmación de que «el voto electrónico lo que hace es liberar al ciudadano y también al representante de un enorme ejército de intermediarios».Cualquiera podría pensar, al escuchar una afirmación de semejante calado, que el ciudadano está interesado en acabar con la intermediación política, cuando la verdad es que todo lo que estamos viviendo apunta a una profunda crisis de la representación, no de la intermediación.
Pero aunque fuese cierto (que no lo es) que el interés ciudadano está centrado en acabar con la intermediación (para lo cual debería acabar antes con los partidos políticos que conocemos y con dirigentes criados a la sombra de ellos, como Urtubey), no hay forma humana de que el voto electrónico pueda conseguir obrar un milagro como este. Se trata sencillamente de una mentira. Lo veremos con más claridad más adelante.
Quien propone acabar con la intermediación política debe mostrarse al mismo tiempo asequible al contacto directo con el ciudadano. Y este no es el caso de Urtubey, quien desde hace tiempo mantiene sistemáticamente bloqueados en sus perfiles de Twitter, Facebook e Instragram a miles de ciudadanos que no piensan como él, pero que a los que se les prohíbe interactuar con su Gobernador, ya sea para felicitarlo, ya sea para señalarle sus errores.
Dicho en otros términos, que una cierta categoría de ciudadanos que quieren entrar en contacto directo con el Gobernador, sin antesalas, sin filtros ni secretarias odiosas, no pueden hacerlo, porque el hombre los tiene bloqueados, que es lo mismo que tenerlos condenados a entenderse con él a través de varias capas de intermediarios.
En realidad, el fin de la intermediación política o su drástica reducción no algo que dependa de la voluntad o del acierto político de alguien. Al contrario, es una posibilidad que se ve favorecida por la configuración de la sociedad digital en la que vivimos y por un fenómeno que nada tiene que ver con el voto electrónico: la abundancia de recursos de comunicación y la caída consecuente de los costes de transacción.
En otras palabras, que aun si votáramos con garbanzos o haciendo marcas con un trozo de carbón sobre una pared, los intermediarios políticos se habrían reducido igual. Lo que no está muy claro aún es que esta reducción vaya a traducirse inmediatamente en un beneficio para el ciudadano en términos de libertad y de calidad de elección
El papel de los antiguos intermediarios (facilitación de los procesos políticos, gestión del conocimiento, toma de decisiones) es hoy casi incomprensible, entre otros motivos, porque Internet ofrece un enorme potencial de democracia directa que ha transformado profundamente no solo el sistema político sino la forma en que entendemos y practicamos el gobierno de nuestras sociedades.
Lo que es llamativo, por contradictorio, es que quien propugna el fin de la intermediación y de los intermediarios políticos es la misma persona que se presenta a la sociedad como el «refundador» del peronismo disperso. No nos vamos a engañar: hablamos de una fuerza que ha hecho del clientelismo, de la venalidad y de los punteros vecinales sus más poderosas señas de identidad.
El voto electrónico y los intermediarios
Lejos de reducir su número, el voto electrónico crea un ejército de intermediarios mucho más numeroso y peligroso, porque, a diferencia de los intermediarios humanos, los informáticos son invisibles y, por tanto, incontables y virtualmente incontrolables.Habría que preguntarle a Urtubey a cuántos técnicos, instructores, idóneos y publicistas (intermediarios, todos ellos) ha debido contratar el Tribunal Electoral de Salta y su Ministerio de Gobierno desde que tuvo la feliz idea de sustituir el voto de papel sin que nadie lo haya pedido.
Si lo que pretenden Urtubey y los partidarios del voto electrónico es reducir el número de punteros que trafican con el voto el día de la elección, el empeño está abocado al fracaso más absoluto. Ello, por el simple hecho de que las opciones de un elector cualquiera son infinitamente más manipulables cuando su elección se escribe sobre un chip que dispone de un identificador único, y permite a cualquiera que tenga la tecnología adecuada controlar las emociones y las decisiones electorales de los ciudadanos con un simple teléfono celular. La zapatilla faltante de los viejos «orejudos» será fácilmente reemplazada por una app. La distribución política y condicionada de bienes públicos (el clientelismo político) será incluso todavía más fácil y más dañina que antes.
Al analizar la seguridad y la transparencia de los sistemas de voto electrónico, la experta francesa Chantal Enguehard ha denominado transparencia indirecta (o impropia) a la que se produce a través de un intermediario humano o informático.
La intervención de cualquiera de ellos priva a los votantes de su capacidad de controlar, debido a que en estos casos el votante se ve obligado a depositar su confianza en el intermediario, que siempre está sujeto a error, engaño o malicia. En estas condiciones, el elector es incapaz de verificar por sí mismo la eficacia de las medidas adoptadas o la realidad o veracidad de la información transmitida al y por el intermediario.
Si se implantase el voto electrónico -el que vende Urtubey o cualquier otro- se multiplicarían los intermediarios hasta el infinito, pues el sistema, si desea alcanzar un nivel razonable de transparencia y fiablidad, debería recurrir a miles y miles de intermediarios (entre máquinas y humanos) que deberían hacer el trabajo de comprobar lo que el elector, por sí mismo, con sus propios sentidos, no puede comprobar, como por ejemplo, si la máquina recién inicializada no contiene registros previos, si ha sido cargada con el software legítimo o si el contador de votos se encuentra a cero.
La transparencia indirecta depende, siempre, de la confianza del elector en la capacidad, idoneidad o buena fe del intermediario, de modo que un sistema sospechoso como el que Urtubey implantó en Salta sin ningún consenso ciudadano y como el que aspira a establecer en todo el país, necesita de ese ejército de intermediarios que el Gobernador de Salta promete alegremente que la herramienta aniquilará.
Se trata, a no dudarlo, de otra mentira de las tantas que ha empleado nuestro buen mandatario para intentar convencernos de las bondades del voto electrónico que muchos países civilizados del mundo han desechado por opaco, inseguro e inverificable.