
No es suficiente para equivocarse vivir entre los cerros, leer todos los días un conocido diario local o escuchar las elucubraciones del Gobernador de la Provincia en un programa de televisión. Hay que perdonarlos, porque también se equivocan los filósofos que acuden todos los días a la Sorbona, los tertulianos de las radios españolas, los analistas de la BBC y los brokers de Wall Street. No veo razón para pensar que mi propia interpretación de los cambios del mundo sea la buena.
Como no tengo nada que perder en este aspecto (mi ridículo no será mayor que el de otros muchos más importantes que yo), diré que lo que hace falta en la Argentina es la creación de una renta básica universal de carácter incondicional, que fusione de una vez la miríada de parches sociales en forma de planes de asistencia y que se articule provechosamente con los impuestos que pagan aquellos ciudadanos que tienen una mayor capacidad contributiva.
La idea no es mía sino del pintor suizo Enno Schmidt, quien considera que en los tiempos en que vivimos es un error seguir vinculando los ingresos de las personas con su trabajo. Para Schmidt y muchos otros teóricos partidarios de la renta básica universal e incondicional, el desarrollo futuro de la vida social es un objetivo irrenunciable.
Es una realidad innegable que el desarrollo tecnológico está dejando cada vez más gente fuera del mundo formal del trabajo (del trabajo sindicalizado y superprotegido surgido de la segunda revolución industrial y el Estado del bienestar). Pronto, una buena parte de los que hoy trabajan de esa forma serán reemplazados por robots. Este no es un escenario futurista. Está sucediendo ya mismo, como lo pone de manifiesto la reivindicación de los sindicatos españoles para que los robots paguen su cuota a la seguridad social. Pero no para cambiarles el aceite, sino para que los que no son robots puedan educarse, tener viviendas dignas y cuidar de su salud, así como para que los mayores puedan seguir cobrando su jubilación.
El mercado no será suficiente para dar empleo a todos, y la revolución tecnológica en marcha no creará tantos oficios y competencias nuevas como se prevía hace tan solo unos años atrás.
Salvo que alguien quiera que nos matemos los unos a los otros, el Estado deberá hacerse cargo de todos aquellos que no tienen ni la más mínima oportunidad de procurarse rentas con un trabajo. Y esto solo se puede hacer de dos maneras: (1) hinchando las administraciones públicas de personas que no saben hacer nada, excepto abrir puertas, mascar chicle y cobrar el sueldo (de ñoquis presenciales) y (2) dándole a estas mismas personas las mismas rentas (o parecidas), pero sin obligación de trabajar, sin tener que cumplir horarios y relevándoles del cumplimiento unas tareas más ficticias que reales.
Esto no solo serviría para sincerar nuestra economía y nuestro sistema social, sino que con ello conseguiríamos que miles de personas que antes alquilaban su tiempo (no así su habilidad) al Estado, dispongan ahora de todo su tiempo. Pueden ocurrir dos cosas: (1) que el beneficiario se declare a sí mismo en vacaciones eternas, y viva comiendo empanadas y tamales (y durmiendo a pata suelta) a costa de los que le pagan la renta, y (2) que pasado un cierto tiempo, esa persona descubra que es capaz de hacer un millón de actividades rentables y socialmente útiles, sin moverse de su casa, con una pequeña computadora o un teléfono móvil.
No es necesario dar muchos ejemplos, así que me limitaré solo a estos: estudiar, enseñar, diseñar, inventar, programar, predicar, cuidar personas a distancia, contar chistes, vigilar galpones...
Dice Enno Schmidt que la renta básica incondicional es la base para convertirse en rico, para ser exitoso o para hacer cosas que nos parecen o son importantes, pero para las que necesitamos dinero si queremos hacerlas. El ingreso básico nos permite actuar de una forma mucho más libre. Hay incentivos pero no compulsión.
La compulsión -el obligarnos a hacer cosas que no queremos- es la solución que propugnan aquellos que ven con desconfianza (una desconfianza irracional) el hecho de que el Estado dé dinero a las personas sin pedirles que hagan algo a cambio. Un cálculo de probabilidades bastante «a lo gaucho» indica que si le pagamos una renta suficiente a mil personas, en torno a 800 de ellas buscarán emplear su tiempo y su libertad en actividades productivas o socialmente útiles. El resto puede que se acoja al estatuto del vago, pero no por mucho tiempo.
Schmidt dice que el esfuerzo que tenemos que hacer consiste en que el trabajo y la vida (no el dinero) coexistan estrechamente juntos. Es decir, que necesitamos más y más trabajo, pero al mismo tiempo tenemos que difundir la idea de que ese trabajo no tiene por qué estar vinculado con la expectativa de obtener un ingreso. Mucha gente, si cobrara la renta incondicional, en una cuantía decente, podría dedicarse a ayudar solidariamente a sus semejantes, sin esperar a ganar más dinero por ello. Así, la riqueza y el trabajo se expandirían, aunque no necesariamente el dinero.
La obsesión por penalizar la vagancia -algo muy en boga en el discurso de cierta derecha argentina- forma parte del credo conservador de los años veinte y treinta del siglo pasado. Hoy, y mucho más mañana, los ciudadanos inactivos tienen unas enormes posibilidades de convertirse en individuos útiles para sus semejantes, desde sus casas, sin abandonar sus barrios, sin desplazamientos eternos e inseguros. Para ello es necesario hacer algunos ajustes, que se antojan menores, como por ejemplo reducir significativamente las fuentes de diversión, para evitar que las rentas de las personas con dificultades de inserción sean expropiadas por los mercaderes del ocio.
Siempre es preferible sacrificar un poco de diversión a que un político excéntrico, nostálgico del servicio militar, nos calce un uniforme y nos mande a barrer las calles o limpiar los baños, cuando lo que desearíamos es aprender a tocar el violín y enseñárselo por YouTube a los más pequeños.
Sé que ni por asomo he conseguido aproximarme al meollo del asunto, pero tengo la sensación de que muchas de estas ideas, por su propio poder de convicción, están abriéndose camino sin necesidad de que yo las formule o las teorice.
¿Cómo se financiará esto? Si pagamos una renta a todos ¿no acabaremos con el impulso que nos lleva a formarnos y a trabajar? ¿Quién creará la riqueza que habrá que distribuir? Son cuestiones que están más que resueltas y sobre las que me gustaría escribir en alguna ocasión próxima.
No quisiera sin embargo terminar sin citar textualmente a Schmidt, cuando alerta de que «lo que necesitamos es mayor productividad, y eso solo es posible si dejamos que las personas sean libres y les permitimos que tengan más iniciativa y que asuman su propia responsabilidad».
Los planes sociales con una contraprestación laboral (o con obligación de estudiar) anulan la iniciativa y matan la responsabilidad de las personas. En el mundo que viene habrá que elegir entre ejercer la propia libertad o dejar que alguien la ejerza por nosotros. Yo, desde luego, prefiero mil veces lo primero.