Salteños que viven en la calle Zufriategui

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Hace unos cuarenta años, más o menos, dos salteños que en la década de los años treinta del siglo pasado habían compartido una pensión de estudiantes en la docta Córdoba se reencontraron en Buenos Aires, después de otros cuarenta años sin haberse visto.

Uno de ellos acudió al encuentro acompañado de un amigo -otro salteño, un poco más mayor, residente en la Capital Federal- y los tres compartieron durante un par de interminables horas una reducida mesa de café en un bar de la avenida Callao, muy cerca de la esquina de la entonces calle Cangallo.

Pronto, sin saber por qué, la conversación abandonó los recuerdos de la pensión, los patios gélidos, las luces mortecinas y las sopas insulsas, y se focalizó en el amigo, que paradójicamente era completamente ajeno a la relación entre los dos pensionistas, hasta el punto que jamás había pisado la ciudad de Córdoba. El hombre, que monopolizó la conversación, comenzó contando que acababa de enterrar a su mujer, lo que dejó a los presentes helados. Al recibir las correspondientes condolencias, el doliente no tuvo mejor idea que decir que «se sentía aliviado» por el óbito de su esposa, ya que esta -una pájara de cuentas- lo engañaba con un profesor de piano.

Lo peor, sin embargo, es que el hombre no era capaz de maldecir a su difunta mujer y se sentía culpable de que se hubiera liado con otro, ya que una operación quirúrgica relativamente reciente lo había dejado sin posibilidad ninguna de aportar lo suyo al matrimonio. Alguien tuvo entonces la infeliz idea de preguntarle de qué se había operado, a lo que el hombre respondió con una muy prolija, pormenorizada y extensa exposición de detalles, de esas que solo son capaces de hacer aquellos a los que no solo les sobra el tiempo sino que también les encanta torturar al prójimo con relatos sobre vísceras expuestas, infecciones intrahospitalarias, enemas tibias, puntos de sutura saltados, eventraciones y prolapsos.

Al final, la operación no fue nada comparada con el embargo ejecutivo fulminante que le trabó la Caja de Ahorros, que terminó desahuciándolo de la vivienda que ocupaba (la única que pudo comprarse después de haberse dejado los pulmones trabajando para Obras Sanitarias) a causa de unas deudas de juego que había contraído el menor de sus hijos, unos meses antes de que este se hubiera alejado del hogar paterno para seguir las huellas de un robusto travesti del barrio de Caballito.

La vida de este salteño era tan penosa, según su propio relato, que el otro pensionista, que lo acababa de conocer, le preguntó intrigado: «¿Por casualidad usted no vive en la calle Zufriategui?»

Lo más curioso del caso es que el hombre relataba sus desgracias con una visible alegría. No había en sus gestos nada que indicara, al menos en la superficie, que el adulterio, las complicaciones quirúrgicas o la subasta judicial de su casa le hubieran provocado un trastorno mayúsculo, o que lo hubieran puesto al borde de lo que cierta prensa llama «la trágica determinación».

Tampoco se podía intuir de sus expresiones que aquella retahíla de calamidades lo hubiera animado a cambiar su estilo de vida parsimonioso y en cierto modo apacible. Para él, las cosas eran así y no había razón para que su voluntad, por muy firme que pudiera ser, se opusiera a los designios del destino. En cierta forma, el hombre estaba acostumbrado a ser y andar por la vida como un desdichado.

Los malos gobierno de Salta y los 'zufriategui' del terruño

Los salteños nos hemos acostumbrado desde hace más de ochenta años a los malos gobiernos; hasta el punto de que hoy contamos nuestras penas y desdichas con esa naturalidad tan espeluznante del salteño impotente que enviudó feliz a comienzos de los años setenta.

Si los gobernantes roban, si se mueren los niños de hambre, si las mujeres perecen a manos de sus agresores machistas, si los hijos y los nietos han sido endeudados por el gobierno sin darles la ocasión de opinar u oponerse, si el Gobernador se va de viaje de novios mientras falsos indígenas le roban los terrenos a un ciudadano honrado que los posee legítimamente y los trabaja con denuedo, o si el mismo Gobernador se saca fotos tan contento en Europa mientras los europeos piensan que en su provincia se cometen crímenes horrendos contra los extranjeros, a los salteños todo nos parece normal, dentro de una normalidad especial, por supuesto, pero nada que justifique echar a andar las sirenas del diario o sacar a las calles la imagen del Señor del Milagro.

Hay en Salta voces que denuncian estos y otros atropellos, pero una mayoría bastante sólida de 'zufriateguis' habla de las mismas cosas con resignación en vez de hacerlo con indignación, como deberían, si por sus venas corriera sangre en vez de horchata.

«Podrían pasar cosas peores», dicen aquellos conformistas que en otras épocas justificaban el expolio de los recursos públicos para satisfacer apetitos privados con aquel vil argumento de «roban pero hacen».

Hay 'zufriateguis' en Salta que no se dan cuenta de hasta qué punto su parsimoniosa asimilación de las calamidades públicas y su falta de empatía con los indignados están arruinando la educación y el futuro de sus propios hijos y nietos. Salta es hoy una sociedad a la deriva cuyos individuos no parecen especialmente interesados en hallar el rumbo que les permita encarar el futuro con un mínimo de probabilidades de éxito. Algunos se dan cuenta, pero la mayoría cree que vive en Dubai.

Hay ya una generación entera de salteños (los nacidos desde 1986 en adelante) que solo han podido vivir y practicar esa democracia chata, instrumental y unidimensional que conocemos desde 1995. Hombres y mujeres que han visto cómo el mundo cambiaba profundamente mientras en Salta todo permanecía igual, o peor, porque la única respuesta del poder frente al desafío del cambio fue y sigue siendo el inmovilismo.

Como el protagonista de nuestra historia, los salteños de hoy -en su mayoría- piensan que la voluntad colectiva no tiene nada que hacer frente a la fuerza de un destino inexorable que señala que el camino para la prosperidad general es la sacralización de la ambición individual y que el único modelo de sociedad posible es aquel en el que el club de los poderosos es el único que disfruta de verdad de la riqueza y de los derechos y que suyos son todos los privilegios.

Sufrimos igual que si nos destriparan sin anestesia, nos engañan peor que el profesor de piano al hombre que pagaba sus clases, y sin embargo no dejamos de mostrarnos felices y contentos por lucir sobre nuestra cabeza una cornamenta democrática. Nos torturan con mentiras, con latrocinios, con culebrones de enamorados, pero igual que nuestro «zufriategui», somos incapaces de tomar una «trágica determinación» que nos lance a todos unidos hacia el objetivo de conquistar una democracia real, para el conjunto de los ciudadanos y no solo para unos pocos.