
La primera, que la ley provincial 7138, que regula la organización y funcionamiento del Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados y Funcionarios del Ministerio Público de Salta, es claramente inconstitucional (o, peor aún, nula, si nos atenemos a lo que, con claridad, expresa el último párrafo del artículo 160 de la Constitución provincial).
La segunda, que los excesos y las incongruencias de la citada regulación legal dejan una enorme puerta abierta para que se cuele por ella el activismo judicial -que es muy conocido en otras parcelas de la vida política, pero no por ello menos pernicioso- y que se avance así en la desnaturalización de un instrumento constitucional que ha nacido para servir a los ciudadanos y garantizar a los magistrados un proceso justo. Este activismo deformante intenta lograr, nada menos, que el enjuiciamiento y destitución de jueces inferiores y magistrados del Ministerio Público deje de ser «un asunto del pueblo» (como lo prevé la Constitución) para convertirse en «un asunto de expertos», y -aun más- «de colegas».
Antes de desarrollar estas ideas, que me parecen muy importantes para fortalecer nuestro sistema institucional y mejorar nuestra democracia, quisiera decir que el resultado final del proceso seguido contra el fiscal Cazón y el juez Mariscal Astigueta me parece justo, aunque no necesariamente ajustado a Derecho, por las razones que intentaré explicar a continuación con la mayor concisión que me sea posible y, como siempre, con la mejor de las intenciones.
Desde hace bastante tiempo sostengo la idea de que el enjuiciamiento y la destitución de los magistrados es la contracara del juicio político inverso que realiza el Senado provincial al momento de conferirles el preceptivo acuerdo constitucional. De modo que si para designarlos es preciso someter al escrutinio público toda su carrera y sus antecedentes personales y profesionales; esto es, no valorarlos de forma aislada y fragmentaria, para destituirlos no hay más remedio que hacer lo mismo. El juicio sobre su desempeño o sobre su conducta jamás puede tomar elementos aislados o hechos episódicos sino proyectarse sobre un conjunto de actos, normalmente complejos, además de conclusos y definitivos, que sean capaces de poner de relieve, sin entrar en conjeturas, la existencia de determinados incumplimientos.
Tampoco ha de perderse de vista que el proceso complejo de designación de jueces y magistrados, en el que intervienen los restantes poderes del Estado, constituye, en el fondo, una elección popular indirecta, pues en este caso la investidura de los primeros depende de la decisión, adoptada en deliberación pública y transparente, de cargos políticos que han sido electos en forma directa por el voto popular (típicamente, los senadores provinciales y el Gobernador de la Provincia). De modo que, por reflejo, el enjuiciamiento y destitución de los magistrados ha de ser forzosamente llevado a cabo también a través de un «proceso popular» en el que la intervención de los ciudadanos es incluso más directa, si cabe, por cuanto cualquiera de ellos está facultado para formular acusación, según lo que establece nuestra norma fundamental.
El solo hecho de que la Constitución haya dado el nombre de «jurado» al tribunal especial de justicia encargado de este cometido (y no le haya llamado Corte, Consejo o Tribunal) dice mucho acerca de la naturaleza y el carácter popular de este proceso. Baste con recordar a estos efectos que el Diccionario de la Lengua Española define al «jurado» como aquella institución creada «para la participación de los ciudadanos en la Administración de Justicia».
Acusación popular vs. acusación particular
Dicho lo anterior, corresponde decir que el Jurado de Enjuiciamiento de Salta parece no conocer -y esto es realmente sorprendente- en qué consiste una acusación popular. Al no hacerlo, comete un grave error, que redunda, como siempre, en perjuicio de los ciudadanos.El asunto es bastante preocupante, por cuanto la Constitución de Salta, si bien consagra en su artículo 57 la acción popular para perseguir los delitos electorales, y el artículo 92 la establece para instar la declaración judicial de inconstitucionalidad de las normas de alcance general, la naturaleza jurídica y las condiciones de ejercicio de este tipo de acción continúan siendo una gran incógnita para nuestros principales operadores jurídicos.
Esta ignorancia aparente se pone de manifiesto en la terminología que emplea la resolución, ya que la misma alude no menos de siete veces a «la acusación o al acusador particular», cuando la Constitución de Salta no prevé en ningún caso una acusación de este tipo en el proceso de enjuiciamiento de magistrados.
Al contrario, el artículo 160 de la Constitución de Salta, al enumerar los sujetos legitimados para acusar señala solo a dos: 1) a cualquiera del pueblo, y 2) al Ministerio Público (no al Procurador General). Por lo tanto, no caben dudas de que se trata de la consagración a nivel constitucional de un tipo específico de acusación (la popular) que no está prevista en nuestras leyes procesales (a diferencia de lo que sucede en España y en otros países), pero que no por ello debe ser ignorada tan alegremente o desvirtuada con tanto desprecio hacia los derechos de los ciudadanos, como se ha hecho en la reciente resolución del Jurado.
Solo a título ilustrativo, quisiera mencionar aquí que la acción popular en España está básicamente circunscrita al proceso penal, con excepción de los delitos privados y del proceso penal militar. Fuera del ámbito penal, la personación en el proceso de ciudadanos que no invocan la lesión de un interés propio sino que actúan en defensa de la legalidad, es bastante restringida. Por ejemplo, la Ley Orgánica del Poder Judicial admite, en general, la defensa de los intereses colectivos y difusos en el proceso (Art. 7.3 LOPJ). De modo más intenso, este tipo de acción tiene cabida en el ámbito del proceso administrativo (Art. 31 de la Ley 30/92 de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y Procedimiento Administrativo Común), así como en el contencioso administrativo (Art. 19 LJCA) y en distintos ámbitos sectoriales, como en las materias de consumo o medio ambiente.
La acusación popular y la acusación particular presentan diferencias sustanciales. Así, cuando empleamos la expresión “acusador particular” (en sentido estricto) nos referimos siempre al sujeto que ha sido ofendido por el delito y se decide a ejercitar la acción penal, compartiendo la responsabilidad acusatoria con otros sujetos y en un pie de igualdad procesal con estos (Sentencias del Tribunal Constitucional español 34/1994 y 129/2001). Por el contrario, la “acusación popular” es aquella que ejerce un ciudadano cualquiera que no ha sido ofendido por el delito. Es decir, que la razón de su personación en el procedimiento no obedece a un daño que se le haya causado directamente, sino que deriva de la representación de un interés, susceptible de amparo jurisdiccional, pero siempre difuso, en el sentido de que tal interés no puede ser individualizado en una sola persona, sino que apunta más bien a bienes jurídicos o principios de alcance supraindividual o de interés general.
Es más que evidente que el artículo 160 de la Constitución de Salta, al conferir legitimación «a cualquiera del pueblo» para acusar a los magistrados inferiores no requiere de ningún modo que el ciudadano que acusa haya sido particularmente perjudicado por la actuación de algún magistrado. De allí que la acción prevista en este artículo tenga dos características básicas que no pueden ser ignoradas por nadie: 1) ser pública y 2) ser popular.
El reconocimiento del derecho a la acusación supone automáticamente la del derecho a mostrarse o constituirse en parte en el procedimiento y a participar en todas sus fases. El hecho de que el artículo 10 de la ley 7138 niegue el carácter de parte en el proceso al acusador popular y deje supeditada su participación a una decisión del Jurado («deberá comparecer cuando se lo requiera») es una alarmante irregularidad que debería ser corregida cuanto antes. Estamos, pues, en presencia de un exceso del Poder Legislativo que vulnera la Constitución, ya que nuestra norma fundamental no dice absolutamente nada acerca de la posición procesal del acusador popular.
Y no lo dice sencillamente porque al decantarse la Constitución por la acusación popular y no por la denuncia, como acto desencadenante del proceso, se da por supuesto que el solo hecho de acusar lleva implícita la pretensión de asumir la posición procesal subjetiva de parte, que se concretará simplemente cuando el Jurado compruebe que se han cumplido los requisitos formales de admisión y, típicamente, cuando emplace al acusado o a los acusados a ejercer su defensa.
En otras palabras, que dejar fuera del proceso al acusador popular y supeditar la pervivencia misma de la acción al hecho de que ésta sea ejercida o ratificada por quien desempeña habitualmente el oficio de acusar; es decir, por un «acusador técnico» (sea el Ministerio Público o sea el Procurador General), supone lisa y llanamente vulnerar la Constitución.
Es innegable que un proceso iniciado por la acción popular puede y debe continuar hasta la sentencia definitiva, con independencia de cuál sea la actitud o la opinión del acusador profesional. Si la acusación popular ha cumplido con los requisitos de forma, ningún motivo hay para que el juicio no se celebre, aun a falta de acusación por parte del Ministerio Fiscal. La ausencia de persecución fiscal nada tiene que ver con la admisibilidad formal de la acusación popular, como pretende hacernos creer la reciente resolución del Jurado de Enjuiciamiento, que incurre en unos defectos técnicos clamorosos.
Lo que resulta absurdo y vulnera el derecho fundamental al acceso de los ciudadanos a los tribunales de justicia (el Jurado de Enjuiciamiento, aunque no es judicial, es innegablemente un tribunal de justicia) es que al acusador popular se le exija, para tenerlo como tal, que ofrezca prueba en su escrito de acusación (Art. 10.d de la ley 7138) y que luego, por su exclusión ex lege del proceso, no pueda asistir personalmente a la producción y control de esta prueba. El derecho de alegar trae aparejado, siempre, el derecho de ofrecer y producir prueba. Argumentar lo contrario es desconocer el contenido nuclear del derecho fundamental a la tutela jurisdiccional efectiva.
La distinción que hace el Jurado entre «acusación como denuncia» y «acusación como requerimiento» es sencillamente inoficiosa, cuando no inconstitucional y sumamente peligrosa. Si el constituyente salteño hubiese querido que el proceso de enjuiciamiento y destitución se iniciara por denuncia, le bastaba simplemente con utilizar esta palabra, como lo hace, por ejemplo, la Constitución de la Provincia de Santiago del Estero.
En tal caso, el legislador salteño tendría que haberse abstenido de requerir al denunciante que su escrito contuviera la firma de letrado, que se presentara acompañado de copias para traslado y que en la denuncia hubiera ofrecimiento de prueba, bajo pena de inadmisión. Todos estos requisitos formales son propios de un requerimiento acusatorio, no de una denuncia.
Lo mismo puede decirse, y con mayor razón aún, de la facultad del tribunal de imponer al acusador popular malicioso una multa, que alcanza incluso a sus letrados patrocinantes cuando estos hubieran actuado con mala fe procesal (Art. 12 tercer párrafo de la ley 7138). La sola posibilidad de una sanción de esta naturaleza expresa sin lugar a contradicción que el acusador popular asume una responsabilidad grave frente al proceso que excede con creces la responsabilidad limitada, casi nula, que cabe a los simples denunciantes.
Decir a estas alturas que la acusación formulada por cualquiera del pueblo tiene un valor jurídicamente inferior a la acusación formulada por un experto, comporta sustraer (robarles) a los ciudadanos un derecho constitucional (el derecho de acusar) para ponerlo en manos de un funcionario del Estado. Pero no en las de uno cualquiera sino en las del jefe de un poder vertical y jerarquizado, cuya misión, en la práctica no consiste en velar por los intereses ciudadanos sino por los del gobierno.
Los ciudadanos no solo tienen derecho a que su acusación, cuando cumple los requisitos formales, ponga en marcha el proceso sino a que este proceso se sustancie con su presencia en todas las fases e instancias y que llegue a su fin con independencia de la opinión de cualquier otra persona o institución. Si se me permite la comparación, es como si el derecho fundamental a la libertad de expresión, para poder ser ejercido, requiriera de la conformidad previa y escrita de un organismo del gobierno o de un funcionario del Estado.
Sobre la 'admisibilidad formal'
No quisiera finalizar estas líneas sin referirme, de la forma más breve posible, a la curiosa forma de interpretar los requisitos formales de los actos procesales por parte de los tribunales de justicia de Salta.Se trata de una práctica viciosa que ha contaminado de forma notable la regulación de la ley 7138 y conducido al absurdo de que la declaración de admisibilidad formal de la acusación contra magistrados inferiores tenga lugar en un momento procesal posterior al emplazamiento de los acusados para el ejercicio de su derecho de defensa.
En cualquier sistema procesal serio y respetuoso de los derechos de los justiciables, no cabe emplazar a nadie a que ejerza su defensa (lo que equivale a tenerlo por imputado) si es que antes no se ha producido, aunque sea de forma implícita, una admisión formal de la instancia.
Para resolver sobre la admisibilidad formal de una acusación popular solo es preciso confrontar el escrito presentado con la enumeración del artículo 10 de la ley 7138, y jamás abrir un periodo cuasiinstructorio para hacer acopio de «más materiales para resolver». Si el escrito acusatorio no se basta a sí mismo, lo que corresponde es inadmitirlo, conceder un plazo para la subsanación de los defectos observados y archivar la petición en caso de que, transcurrido el plazo, los defectos no hubieran sido subsanados.
El sistema adoptado por la ley 7138 conduce a un resultado perverso, al obligar a un acusado a ejercer por escrito su defensa (y a exponer todas sus cartas) a sabiendas de que el proceso luego puede terminar de forma anticipada y de un modo anormal, mediante la declaración de inadmisibilidad formal. Algo que es mucho más fácil de entender si se piensa en que el sujeto emplazado, en vez de oponer argumentos al progreso de la acusación, puede evacuar la vista conferida allanándose a la acusación, declarándose culpable e, incluso, confesando haber incurrido en otras causas de destitución. En tal caso, la posterior inadmisibilidad formal coloca al magistrado en una situación poco menos que escandalosa.
Por razones como ésta es que se debería impedir que el acusado sea emplazado a defenderse antes de que el Jurado admita a trámite la acusación.
Es este un doble juego que los magistrados (potenciales acusados) y los ciudadanos (acusadores populares) no deben permitir, pues comporta dejar en manos del Jurado la decisión de juzgar o no, después de que se han satisfecho los requisitos formales de la acusación.
En otras palabras, que ésta es otra forma -tan maligna como la anterior- de vaciar de contenido un derecho constitucional (el derecho de acusar) y de desnaturalizar otro (el derecho de defenderse de las acusaciones), pues supone en la práctica autorizar al Jurado a que disponga del proceso según la cara del cliente y el cariz del asunto.