
Soy hincha de la Selección Argentina desde hace más de cincuenta años. La Selección es y ha sido siempre mi equipo; desde que jugaban Rattin, Sanfilippo o Marzolini, hasta Dybala y Pratto, pasando por Brindisi, Kempes, Maradona, Riquelme y Messi.
Ha pasado, pues, un tiempo más que suficiente para que, como hincha, haya visto desfilar a jugadores, técnicos y dirigentes de los más variados, y para que haya podido conocer también a varias generaciones de hinchas. Pero mientras los primeros se han ido sucediendo en el tiempo sin variaciones sociológicas o futbolísticas significativas, los segundos han ido cambiando, en cantidad y composición de una forma casi asombrosa.
Los hinchas han cambiado de carácter. Las oscilaciones de la política, el vaivén de las libertades y las vicisitudes de la economía nacional han traído, casi inevitablemente, sucesivas oleadas de fanáticos, cuyo perfil es muy diferente al del hincha pasional y poético que encarnó Discepolo en la famosa película de Manuel Romero, El hincha.
El fenómeno no sería digno de comentar, si los hinchas evolucionados en cinco décadas se hubieran limitado a llenar las canchas. El problemas es que el fanatismo del tablón se ha trasladado a las escuelas de periodismo y a las redacciones de diarios, radios y televisiones, desde donde muchos hinchas disfrazados de comunicadores sueñan con dar el salto, primero a la filosofía y después a la política.
Muchos de ellos se han fijado como única meta en la vida entender qué misterio se esconde detrás de veintidós tipos que corren detrás de una pelota. Y en su empeño, intentan arrastrar a toda la sociedad a una gran reflexión colectiva sobre el sentido de la vida y el fútbol, para después -si les dejan- dar lecciones de comportamiento cívico e inventar soluciones a los grandes problemas nacionales, aquellos que ni los cerebros más destacados del país han podido resolver en más de un siglo.
Pero el fútbol no es la vida, y sus altibajos, que son muchos, no son ni siquiera una parte representativa de las infinitas contradicciones a que está expuesta nuestra débil y efímera existencia.
Pensaba diferente, sin dudas, el escocés Bill Shankly autor de aquella célebre frase: «Algunas personas piensan que el fútbol es un asunto de vida o muerte. No me gusta esa actitud. Puedo asegurarles que el fútbol es mucho más serio que eso».
El fútbol, y el deporte en general, es solo un pedacito de la vida, como lo es la política, pero muchísimo más pequeña e intrascendente que ésta. Mayor importancia tiene el fútbol en la economía de las naciones, pero esto no alcanza para elevar a este deporte al rango de principio rector de la existencia humana.
Los países
Quienes por el contrario afirman que el fútbol trasciende la vida (que tiene una importancia superior a la familia, al amor o a la vida ciudadana) tienden a ver detrás de la Selección Argentina a un país y no a un equipo de fútbol. Para mí, en cambio, los once que saltan al césped con la camiseta albiceleste no representan más que a la AFA, a sus dirigentes y a sus clubes afiliados. Puedo simpatizar con algunos jugadores, pero pensar que me representan a mí o que expresan mi forma de sentir el país y sus contradicciones es algo exagerado.Demás está decir que el himno nacional y la bandera en la cancha me parecen elementos que habría que desterrar por razones más que obvias.
Ver las cosas de otra manera conduce a considerar a los equipos rivales como países enemigos y no como simples equipos de fútbol, representativos de sus federaciones nacionales solamente. Y lleva a cometer otro error más, esta vez gravísimo: pensar que a los rivales de otros países se los puede tratar exactamente igual que al hincha rival interno; es decir, someterlo a las mismas vejaciones verbales y gráficas (sean o no ingeniosas) con las que habitualmente pretendemos humillar a los hinchas de Boca o de River; y, llegado el caso, ejercer contra ellos la violencia física.
El error ya no es grave sino estúpido cuando esas vejaciones se producen en la propia casa del rival y en el momento en que para denostarlo o humillarlo se utiliza el nombre del país como sustitutivo del de su equipo de fútbol.
Como hincha de la Selección Argentina deseo fervientemente que mi equipo le gane todos los partidos al seleccionado brasileño. Ganar a todos los rivales es importante, pero una victoria sobre el scratch, qué duda cabe, tiene un valor especial.
Pero ni en sentido figurado soy capaz de pensar o decir que mi objetivo es el de derrotar al Brasil o hacerle experimentar a este gran país o a sus habitantes vergüenza por lo sucedido en el mundial de 1990. Es difícil sacarle los colores a un equipo que tiene cinco estrellas sobre el escudo de su camiseta.
Me conformo y me conformaré siempre con que la Selección Argentina le gane al seleccionado brasileño, aunque sea por 1 a 0 y con un gol legítimo en tiempo de descuento. Jamás pensaré, ni aún en términos deportivos, que hemos derrotado a un país y menos que una victoria (o mil de ellas) nos hace superiores a nuestros vecinos. Una ventaja deportiva, por muy duradera que sea, jamás consigue hacer a un país mejor que otro.
En cambio, el comportamiento, público y colectivo, de sus hinchas en el extranjero puede decir mucho sobre la idiosincrasia de ese país, de la educación de sus habitantes, de sus complejos y sus taras.