
Lo más extraño de este conmovedor y casi apocalíptico anuncio es que nuestra estrella se encuentra en el punto más alto de su rendimiento deportivo, y no tiene, que se sepa, conflictos visibles, ni con el entrenador, ni con sus compañeros, ni con la dirigencia de la AFA.
Las razones de la renuncia son, pues, puramente deportivas, y por serlo, parecen no haber tenido en cuenta los aspectos emocionales y económicos del asunto.
Partiendo de la base de que cualquier decisión que tome Messi, desde la de tirar un penal cerca del travesaño, renunciar a la Selección o tener un hijo, debe ser respetada, ha llegado el momento de reflexionar un poco sobre el significado de una decisión personal que incluso sus compañeros han juzgado precipitada.
Salvando las celestiales distancias, es como si de repente el Papa Francisco decidiera colgar los hábitos porque no está conforme con los resultados obtenidos en sus políticas de reforma de la Iglesia. No solo el Vaticano perdería una enorme cantidad de dinero y de influencia en el mundo (al verse privado de una de las figuras más carismáticas que tiene la Iglesia desde Juan XXIII) sino que también el amor propio de los argentinos se vería profundamente afectado. Aunque eligieran a la canciller Malcorra como Secretaria General de la ONU, jamás podríamos reparar una pérdida como esta.
Lo de Messi es más que razonable, teniendo en cuenta no solo que los resultados a los que él aspiraba no llegaron, sino porque su antecesor en la corona ecuménica -Diego Maradona- también en su día renunció a la Selección, aunque por motivos diferentes. Pero, sin dudas, de concretarse la renuncia de Messi, la Argentina -y no me refiero a su equipo de fútbol- perdería a su estandarte, a la marca que la hace recibir ovaciones en los estadios más alejados del mundo, a imán que atrae a multitudes por dondequiera que vaya.
Argentina perdería también a un adalid de la sencillez, el recato y el buen gusto. A una rara avis que va por el mundo con la cabeza gacha, con aire distraído, hablando bajito y desmintiendo a cada paso el estereotipo argentino, tan difundido en el mundo, del fanfarrón insoportable que cree que a los gritos se puede llevar a todo el mundo por delante.
Todo ello, sin contar con la sustancial cantidad de dinero que la AFA y sus satélites dejarían de ingresar por dejar de contar en sus filas a un deportista singular e irrepetible, como jugador y como ser humano.
Cristiano Ronaldo
Sin embargo, aquí la cuestión no es la fortaleza del equipo nacional ni la autoestima de una hinchada de las más extrañas que hay en el mundo. El problema es Cristiano Ronaldo.La renuncia de Messi -junto con la caída del equipo nacional- en la tercera final consecutiva (la segunda por penales) se produce justo en el mismo momento en el que el bronceado delantero del Real Madrid está clasificado con su selección para los cuartos de final de la Eurocopa. Un cabezazo afortunado, un penal ladino o un tiro libre de chiripa pueden meter al personaje de Hulk en las semifinales y colocarlo a las puertas de un nuevo Balón de Oro. Aquí sí que debería intervenir la canciller Malcorra para impedirlo.
A menos que el «Messxit» se convierta en las próximas horas en un «Messregret», debemos impedir por todos los medios deportivos y espiritistas a nuestro alcance que el mentado Ronaldo y su ego se salgan con la suya.
Por eso, apelamos a la bravura de esos idómitos jugadores polacos, que crecieron al influjo de Walesa y del papa Wojtyla, que se forjaron a imagen y semejanza de Lato y de Boniek, y que tienen a un Robert Lewandowski en estado de gracia, para que pongan a la selección de Ronaldo camino de regreso a casa. Y eso, lamentando muchísimo que el ego inflado de número 7 vuelva odiosa, probablemente sin querer, a la selección de un país hermoso, culto y amante del buen fútbol como lo es Portugal.
Messi no tiene altares en las calles de Barcelona como Maradona los tiene en Nápoles. Tampoco sus fieles han fundado una iglesia que lleve su nombre. Pero con Messi como bandera, aun sin mundiales y sin copas, la Selección Argentina ha alcanzado su punto más alto de rendimiento y se ha convertido en uno de los equipos más temidos del mundo, sino el que más. La Selección que capitaneó Messi es, por lejos, más poderosa que las que ganaron los mundiales de 1978 y 1986. Sin Messi -como bien dijo Riquelme- somos un equipo ordinario, de la mitad de la tabla para abajo.
Por eso es que, como solución final, no queda otra que el Congreso Nacional instituya el día 24 de junio (el del «natalicio» del astro) como feriado nacional. Con una medida tan ingeniosa e innovadora como esa se curan todas las penas, los fracasos se convierten en éxitos y los argentinos podemos mirar al futuro como si nos hubieran abierto una gigantesca tranquera a la esperanza.