
El Tribunal de Impugnación de la ciudad de Salta pronunció ayer una sentencia largamente esperada: la que resuelve -por fin- los recursos de casación que en su día se interpusieron contra la sentencia de instancia que a comienzos de junio de 2014 decidió las responsabilidades penales en el famoso caso de las turistas francesas.
La resolución conocida ayer es ejemplar, en varios sentidos. Lo es en primer lugar por su prolijidad y cuidado estilo lingüístico -rasgos poco frecuentes en la literatura judicial salteña- y en segundo lugar lo es por su organización lógica y su nivel de detalle. Todo parece indicar que los magistrados que la suscriben han hecho -al menos en el plano formal- un esfuerzo para redactar una sentencia «para el mundo» y no solo para el acotado mundillo del foro doméstico.
Pero también es ejemplar en un sentido bastante menos positivo que el anterior, pues algunas debilidades estructurales del razonamiento que le confiere sustento sirven para dejar retratado, con trazos indelebles, el lado más oscuro y siniestro de la justicia salteña. Dicho en otros términos, que la sentencia en cuestión constituye un ejemplo acabado de nuestras peores prácticas procesales.
Como es sabido, la resolución judicial a la que nos referimos ha resuelto condenar en segunda instancia a la pena más severa prevista en nuestro Ordenamiento a un acusado (Santos Clemente Vera) que había sido absuelto en la instancia anterior. De la libertad absoluta a la prisión perpetua en cuestión de segundos.
Para arribar a semejante decisión, el Tribunal de Impugnación se ha arrogado unas amplísimas y desusadas facultades revisoras, que desde luego -y no me detendré a profundizar en ello- no guardan ninguna relación con la naturaleza y finalidad de la casación penal, al menos tal y como ésta es entendida y practicada en el derecho comparado.
Tan solo quisiera aquí llamar la atención de los lectores y formular una amistosa invitación a los expertos a reflexionar sobre si es razonable o no que un tribunal que no ha entrado en contacto directo con las pruebas personales practicadas en el juicio, que no ha dado oportunidad al acusado de ser oído personalmente en la segunda instancia (a pesar de que le consta de que aquél insiste en su inocencia) y que se ha limitado a examinar papeles, pueda enmendarle la plana al tribunal inferior y acometer una revisión profunda y radical de la prueba practicada en juicio, condenando a prisión perpetua a quien, en base a las mismas pruebas, resultó absuelto en la primera instancia.
En otras palabras, que lo que nos interesa como ciudadanos es saber concretamente dos cosas:
1) Si en la Provincia de Salta el derecho fundamental a un proceso con todas las garantías (Art. 14.1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y Art. 8.2 de la Convención Interamericana de Derechos Humanos) incluye, como ocurre en la mayor parte de los países civilizados del planeta, la exigencia de que sea únicamente el tribunal ante el que se practiquen, con plena contradicción y publicidad, el que valore las pruebas personales; y
2) si en nuestra Provincia es jurídicamente posible y políticamente deseable condenar a una persona -absuelta por la misma causa en primera instancia- sin convocar a una vista oral y pública para que pueda ser oída. Es decir, si no nos enfrentamos al riesgo de una grave lesión de los principios procesales de inmediación y de contradicción en los supuestos de sentencias absolutorias en primera instancia que son sustituidas en apelación o casación por sentencias condenatorias que resuelven acerca de la culpabilidad, sin un examen directo y personal del acusado.
Sobre la primera de estas cuestiones se podrá decir, lógicamente, que las pruebas genéticas, cuya insólita valoración ha acometido el Tribunal de Impugnación, no son, por su carácter pericial, pruebas personales en sentido estricto, ya que sus conclusiones se encuentran resumidas en documentos que permanecen unidos al expediente.
Pero esto es un claro error, ya que, en el caso de las turistas francesas, el hecho de que los tres informes periciales sobre el ADN hallado en el cuerpo y en las ropas de las víctimas hayan sido explicados, aclarados, confrontados, debatidos y ampliados en el juicio de primera instancia, con presencia física de los propios peritos, convierte automáticamente a estos informes periciales en «prueba personal», rigiendo en relación con su valoración y de forma plena el principio de inmediación.
En otras palabras, que cuando los peritos han depuesto personalmente en el acto de juicio, sea para explicar, aclarar o ampliar su informe, la prueba adquiere automáticamente carácter personal, por lo que cualquier valoración en la segunda instancia (sea en virtud de apelación ordinaria o por casación) requiere inexcusablemente que el tribunal superior oiga nuevamente a los peritos y que se reproduzca el debate procesal.
En relación a la segunda cuestión -no menos importante que la primera- resulta inevitable referirse aquí a la reciente jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) relativa al artículo 6.1 del CEDH, sobre cuyo valor doctrinal no es necesario explayarse aquí.
Esta jurisprudencia establece que cuando la instancia de apelación está llamada a conocer de un asunto en sus aspectos de hecho y de Derecho, y a estudiar en su conjunto la cuestión de la culpabilidad o inocencia del acusado, no puede, por motivos de equidad del proceso, decidir esas cuestiones sin la apreciación de los testimonios presentados en persona por el propio acusado que sostenga que no ha cometido la acción considerada infracción penal.
En consecuencia, el TEDH (sentencia de 29 de octubre de 1991 en el caso Fejde vs. Suecia, § 32) entiende que no se puede resolver en un proceso justo un nuevo examen por el tribunal de apelación de la declaración de culpabilidad del acusado sin un examen directo y personal del aquel que niega haber cometido la infracción considerada punible, de modo que será necesaria una nueva y total audiencia, en presencia del acusado y los demás interesados o partes adversas.
Más recientemente, en su sentencia de 27 de junio de 2000 (caso Constantinescu vs. Rumania, §§ 54 y 55, 58 y 59), el TEDH ha declarado que tras el pronunciamiento absolutorio en primera instancia el acusado debía ser oído, por el tribunal de apelación especialmente, habida cuenta de que fue éste el primero en condenarle, en el marco de un procedimiento dirigido a resolver sobre una acusación en materia penal.
Esta doctrina fue reiterada en la sentencia de 25 de junio de 2000 (caso Tierce y otros vs. San Marino, §§ 94, 95 y 96) en la que se determinó que la ausencia de hechos nuevos no es suficiente para justificar la excepción a la necesidad de debates públicos en apelación en presencia del acusado, debiendo tenerse en cuenta ante todo la naturaleza de las cuestiones sometidas al órgano de apelación.
Demás está decir que en el caso de Santos Clemente Vera, a pesar de la tremenda trascendencia, personal y social, de una condena a prisión perpetua, el Tribunal de Impugnación salteño no dio al acusado, antes de condenarlo por primera vez, la más mínima oportunidad de ser oído.
La sentencia que hemos conocido ayer incide en una práctica forense viciosa, según la cual de la sola lectura del expediente o del visionado de la grabación del juicio y sin poder formarse una opinión acerca de la credibilidad de los sujetos intervinientes en la prueba, el tribunal ad quem está autorizado a apreciar un resultado probatorio distinto al sustentado por el tribunal de instancia, en orden a determinar una nueva construcción de los hechos y así fundar una sentencia de condena.
Ello es así por cuanto las garantías de inmediación y contradicción no se colman mediante el visionado por el tribunal de apelación de la grabación audiovisual del juicio oral celebrado en primera instancia. Tampoco se satisfacen, dicho sea de paso, mediante la simple lectura de los informes periciales, máxime cuando estos han sido objeto de aclaraciones y ampliaciones orales en la instancia anterior. Esta circunstancia, por sí sola, pone de manifiesto que en dichos informes no se hallan expuestas todas las razones que pueden hacer convincentes las conclusiones a las que los peritos han llegado.
No debemos olvidar ni por un minuto que la garantía de la inmediación consiste, nada más ni nada menos, en que la prueba se practique ante el órgano judicial al que corresponde su valoración. Así, en la medida en que ello implica el contacto directo con la fuente de prueba, la inmediación adquiere verdadera trascendencia en relación con aquellas pruebas caracterizadas por la oralidad, esto es, con las declaraciones (en sentido amplio), cualquiera que sea el concepto o la calidad en que se presten.
A modo de breve conclusión
Con todo lo anterior queremos poner de relieve cuatro cosas:1) Que el derecho a la inmediación en la valoración de la prueba de carácter personal ante el tribunal ad quem se integra dentro del derecho a un proceso con todas las garantías o derecho a un proceso justo.
2) Que cuando el reexamen de la sentencia recurrida no se circunscribe a cuestiones estrictamente jurídicas es poco plausible (por no decir inconveniente) que prosperen los recursos de apelación y casación que pretenden revisar las sentencias absolutorias o agravar la condena dictada en la instancia.
3) Que este derecho debe regir en toda valoración de pruebas de carácter personal, las cuales, como ya hemos visto, no se circunscriben únicamente a la declaración del acusado, sino que incluyen las declaraciones de testigos y las periciales que hayan sido explicadas, aclaradas o ampliadas en la vista oral; y
4) Que aunque el Código Procesal Penal salteño no prevea una instancia de audiencia directa y personal al acusado en la tramitación del recurso de casación, este vacío legal jamás podrá justificar que el Tribunal de Impugnación haya condenado a Santos Clemente Vera sin darle oportunidad de ser oído.
No debemos olvidar, finalmente, que las libérrimas facultades casacionales de un tribunal y sus alardes de erudición en materias complicadas como la genética humana (algunos de ellos rayanos con la pedantería), nunca pueden ser más importantes que los derechos y garantías de las personas sometidas a proceso penal. Y no olvidar tampoco que el testimonio judicial del acusado tiene el doble carácter (1) de prueba personal, que exige de inmediación para ser valorada, y (2) de derecho a dirigirse y ser oído personalmente por el órgano judicial que vaya a decidir sobre su culpabilidad; lo cual, lógicamente, también se concreta en su presencia ante el órgano judicial para poder someter a contradicción con su testimonio la comisión del hecho que se le imputa.