Para entender mejor a la Revolución Libertadora

Para muchos de los de mi generación, la Revolución Libertadora es, todavía hoy, un icono del odio irracional, un sinónimo de persecución y de revancha política, un símbolo de la crueldad y la sinrazón.

El hecho de que los principales jefes de aquel movimiento militar fueran integristas religiosos, vinculados casi todos ellos a las más retrógradas aristocracias territoriales, ha llevado a muchos a confundirse y a pensar que detrás de aquel formidable desprecio por las libertades y los derechos fundamentales del ser humano se ocultaba en realidad el fanatismo o la intolerancia hacia las clases menos favorecidas.

Los últimos cincuenta días (los que hemos vivido desde el pasado 10 de diciembre) han servido para desmontar muchos de los mitos construidos alrededor de la revolución que derrocó a Perón, que ilegalizó al peronismo como fuerza política, que anuló -por decreto- la vigencia de la Constitución aprobada legalmente en 1949 y que prolongó, casi treinta años más, el largo y desgraciado periodo de inestabilidad política inaugurado en 1930.

Sé que es difícil establecer comparaciones lineales entre los doce años de hegemonía peronista (1943-1955) y los doce de hegemonía kirchnerista (2003-2015), pero si hay un elemento común entre estos dos periodos históricos ese no es otro que el odio y la división entre los argentinos, fomentados de forma calculada desde el poder, más como una estrategia de supervivencia que como una consecuencia de sus propios excesos.

No es muy difícil darse cuenta de que, en cualquier circunstancia y contexto histórico, el odio y la persecución del diferente, como sustento de la gobernabilidad de un país, provocan del otro lado el mismo odio y el mismo fanatismo, solo que de signo contrario. La idea de que las víctimas del odio y de la persecución no experimentan otras emociones que el sufrimiento resignado y que reaccionan siempre perdonando a sus enemigos pertenece a la fantasía de Hollywood (o a la del Antiguo Testamento, según se prefiera). En la Argentina es normal -y bastante comprensible, por cierto- que las víctimas del odio irracional devuelvan a sus enemigos el mismo odio, más bien amplificado.

Desde este punto de vista, la revolución de 1955 no habría sido más que la escenificación de la liberación pública de los odios para un sector de la sociedad que, asfixiado por los excesos peronistas, se vio en un momento dado materialmente impedido de exteriorizar su desdén hacia el diferente. Una vez conquistado el poder, los odiados y los perseguidos no tuvieron mejor forma de demostrar su pretendida superioridad moral que odiando y persiguiendo, más todavía, a los que antes los habían asfixiado y ahora habían sido desplazados del poder.

Por esta razón, aparentemente tan simple, es que se me ocurre pensar que el dilema que enfrentan hoy el presidente Macri y sus seguidores es de naturaleza moral y no política.

Lamentablemente, el nuevo gobierno no parece especialmente preocupado por acometer empresas morales. Este dato es, por si solo, inquietante.

Si, como alguna vez dijo el Presidente, su gobierno se iba a ocupar de «cerrar la grieta» (esto es, de acabar con el odio visceral entre los argentinos), hay que reconocer que sus primeras medidas parecen encaminadas a lograr todo lo contrario. No caben dudas de que se han puesto en marcha operaciones para acabar con el odio, pero en todos los casos estas operaciones apuntan contra el odio que todavía experimentan los kirchneristas hacia los no kirchneristas. Y me refiero a las operaciones mediáticas para ahogar o ridiculizar ese impulso de soberbia incontenible que todavía guía las acciones de aquellos «idealistas» que no parecen admitir su derrota y que no comprenden que el país ha cambiado.

En mi opinión, el nuevo gobierno se está ocupando muy poco del odio en sentido inverso, es decir, del que profesan los nuevos inquilinos del poder y sus seguidores hacia los desplazados, que es cada vez más intenso y preocupante.

Incluso parece que hemos llegado a ese punto crítico de la Revolución Libertadora en el que la revancha sin límites aparece plenamente justificada en «necesidades superiores» y en ese patriotismo difuso y estéril que nos ha llevado a cometer siempre los errores más tremendos. No quisiera equivocarme, pero estoy casi seguro de que si en lugar de vivir en 2016 lo hiciéramos en 1956, con la conciencia que entonces teníamos acerca de las libertades y de los derechos de las personas, muchos de los que hoy exigen procesar y encarcelar a quienes cometieron delitos durante el kirchnerismo estarían reclamando para ellos un paredón de fusilamiento.

La persecución contra un ser humano por sus ideas, el revanchismo político presidido por la infeliz frase «ahora nos toca a nosotros», no es moralmente más justificable cuando acaba con el perseguido simplemente hundido en una depresión profunda que cuando termina con un hombre o una mujer fusilados en una cuneta, sin proceso ni derecho de defensa. La persecución, en sí misma, es execrable.

No debemos permitir que los fanáticos, los perseguidores, los oportunistas, los conversos y los revanchistas se apoderen de la bandera de la Justicia, porque en nombre de ella -y si por aquellos fuera- la mitad de la población debería estar hoy en la cárcel.

Aun para aquellos que no coincidimos ni un segundo con el kirchnerismo, resulta bastante chocante que las redes sociales se hayan convertido en escenario de contralinchamientos organizados por los seguidores del nuevo gobierno. Alimentar la espiral de odio en estos espacios de debate público no solo conspira contra la gobernabilidad del país -que ya es mucho decir- sino que también atenta contra la utilidad de las propias redes, a las que -queramos o no- todavía necesitamos para que la democracia sobreviva. Unas redes que, de seguir por el mismo camino, harán buenas las palabras del filósofo Fernando Savater en el sentido de que «son nulas en la solución de problemas pero insuperables en la orquestación de escándalos».

No hace falta zambullirse en la historia de las transiciones políticas para que nos demos cuenta de que la reconciliación y la superación de la fractura social exige, antes que nada, generosidad, moderación y tolerancia. Tenemos que comprender, urgentemente, que si en los pasados doce años nuestro Estado de Derecho fracasó en su misión fundamental de asegurar el imperio de la Ley, la reconstrucción de los mecanismos de control y autotutela social exige pagar un precio muy alto. Y, en este estado de cosas, ese precio es desgraciadamente una cierta dosis de impunidad.

Si no queremos repetir los errores de la Revolución Libertadora, que con sus comisiones investigadoras, sus comandos civiles y sus planes de conmoción interna disparó a todo lo que por entonces se movía, tenemos que plantarle cara a las persecuciones políticas, sean del signo que sean. De otra manera, en el futuro no habrá justicia y el Estado de Derecho fracasará, por lo menos treinta años más, como lo hizo entre 1955 y 1985.