
Un 20 de noviembre de 1975, hace hoy exactamente 40 años, en una habitación del Hospital Universitario de La Paz, moría el dictador Francisco Franco tras una larga y penosa agonía.
Al revés que Perón, que para acabar con las especulaciones de sus múltiples y mal avenidos seguidores dijo más de una vez que «su único heredero era el pueblo», Franco había dejado «todo atado y bien atado», según sus propias palabras.
Su muerte ponía fin a una larguísima etapa de concentración de poder y de liquidación de las libertades civiles abierta tras la victoria militar del bando nacionalista en la guerra civil española. La sucesión en la Jefatura del Estado traería, como es sobradamente conocido, algunas sorpresas. El heredero de Franco, Juan Carlos de Borbón, habría de tomar otros rumbos.
El diario El País, cuyo primer número aparecería seis meses después de la muerte del dictador, publica hoy en su sección Voces la opinión de varios intelectuales españoles que han querido compartir sus recuerdos muy personales del día que murió Franco. Su lectura me ha animado a publicar aquí, humildemente, los míos.
1975 fue mi primer año en la universidad. A los 16 años me matriculé en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Tucumán, cuando todo el mundo esperaba que lo hiciera en la de Buenos Aires, ya que por entonces vivía y estudiaba allí. El menos entusiasmado con la decisión de partir hacia Tucumán fue mi padre, que atribuyó aquel desplante juvenil, no a razones académicas ni a preferencias paisajísticas sino a mi afición a los sandwichs de milanesa de Don Pepe, un clásico de la gastronomía tucumana.
La decisión no fue buena, entre otros motivos porque en 1975 Tucumán era un polvorín, una ciudad sacudida por la violencia guerrillera y el terrorismo de Estado, que se hallaban en su esplendor. La Universidad se había convertido en un territorio hostil y, como siempre, sospechoso.
Los primeros meses me aguanté todo lo que un joven de 16 años puede aguantar. Tiroteos, bombas, allanamientos, vejaciones policiales, omnipresencia militar y caos político por doquier. Pero no pude aguantar el calor insoportable que empezó a castigar a los sufridos habitantes del Jardín de la República a finales de septiembre y que a mediados de noviembre había alcanzado unos picos históricos un tanto preocupantes.
Armé entonces un bolso (con un par de sandwichs de milanesa de refuerzo) y partí hacia Salta, buscando el fresco y la hospitalidad de mi tía María Antonia Figueroa, ya que mis padres vivían -como ya he dicho- en Buenos Aires.
Estaba preparando mi examen de Introducción al Derecho y mi tía, que vivía a pocos pasos de la Terminal de Ómnibus de Salta, me facilitó una habitación con unas hermosas vistas al cementerio de la Santa Cruz, con la idea de que pudiera concentrarme en los estudios y evitar distracciones innecesarias.
Mi tía, rígida educadora, se tomó muy en serio el asunto y de hecho organizó por su cuenta un calendario de estudios muy detallado, que contemplaba unas diez horas diarias de estudios y unos pocos minutos de esparcimiento, que incluían el aseo diario y el cepillado dental. La maniobra para huir del calor tucumano y el insoportable olor a bagazo (mezclado con pólvora) supuso la resignación de la libertad para organizar mi tiempo y el sometimiento a una disciplina draconiana, que incluía -cómo no- un estricto régimen de alimentación. Adiós a los sandwichs de milanesa.
El sistema comenzó a dar sus frutos y en pocos días había conseguido avanzar varias bolillas de un programa árido y excesivamente filosófico. Pero en un momento determinado se me atravesaron los enfoques de la teoría egológica del Derecho de Carlos Cossio con las polémicas -eternas e irresueltas- entre Ihering y Savigny.
La perspicacia docente de mi tía le permitió detectar inmediatamente un serio bloqueo en mi capacidad de entendimiento y fue así como, en un gesto que siempre le agradeceré, me ordenó que fuese a «hacer higiene mental en la Terminal», para despejarme un poco.
En aquellas épocas, la Terminal de Salta estaba infestada de espías, policías encubiertos y agentes de los servicios de inteligencia. No era un lugar divertido ni ofrecía otras oportunidades de esparcimiento o distracción que el espectáculo repetitivo de los ómnibus llenos de tierra entrando y saliendo de las plataformas.
Pero había allí un par de kioscos bien provistos y en uno de ellos, en el que ofrecían sandwichs de milanesa (salteños), recalé como un paisano más que espera la partida del ómnibus para Molinos.
Fue en la barra de aquel kiosco que me enteré de la muerte de Franco. La viril voz de Omar Villalba, locutor de noticias de Radio Salta, relataba los últimos momentos del dictador, mientras quien suscribe luchaba con una milanesa de jamoncillo, cuya dureza y falta absoluta de sazón dejaban a los salteños muy mal parados frente a los tucumanos.
Con el tiempo me dí cuenta de que aquella noticia -no el sandwich- era la higiene mental que buscaba en la Terminal por consejo de mi tía. Franco no era Kennedy ni el Mahatma Ghandi, pero su muerte no dejaba de ser un acontecimiento mundial, aun en la lejana e hipervigilada Terminal de Ómnibus de Salta, cuyos bares al paso sirvieron alguna vez de refugio a un desertor del calor tucumano que, a fuerzas de no tenerlas, aprendió allí mismo a amar la libertad y a defender la democracia.