Un gobierno derrotado de antemano

Gobernar una provincia lastrada por un profundo déficit social, con indicadores de desarrollo humano cercanos a los de los países más atrasados de la Tierra, no es una tarea fácil. Más aún cuando quienes gobiernan están poco preparados para hacerlo.

La preparación de los gobernantes nada tiene que ver con la posesión de títulos académicos y de currículums brillantes. Se supone -sólo eso faltaría- que quien desempeña altas responsabilidades en el gobierno tiene el respaldo de una titulación que acredite que, al menos, ha pasado con provecho por la universidad.

Para gobernar se requiere, sin embargo, una serie de conocimientos y habilidades que ninguna universidad enseña; ni siquiera aquéllas que imparten pomposos e inútiles másters en «políticas públicas».

La mayoría de los ministros del gobierno de Salta no saben el berenjenal en el que están metidos. Quizá alguno, con el pasar del tiempo, esté empezando a comprenderlo, pero sigue siendo éste un extremo muy dudoso.

Lo seguro es que, con conciencia de la realidad o sin ella, estos funcionarios se muestran incapaces de alcanzar sus objetivos, de solucionar los problemas que se les presentan y de transformar la realidad, como esperan los ciudadanos que hagan.

No debe ser muy agradable que digamos comprobar todos los días que, a pesar de contar con los recursos del Estado, de disponer de respaldo político, de controlar la mayoría de los medios de comunicación y de manejar una estructura administrativa compleja y numerosa, los problemas siguen ahí, igual o peor que antes de que el ministro o la ministra asumieran el cargo.

Cuando esto sucede, el funcionario o funcionaria en cuestión, para poder sobrevivir, apela al carácter estructural de los problemas, a su naturaleza profundamente cultural y a la herencia histórica. En definitiva, al carácter ineluctable y fatal de estos problemas.

Los ministros se convierten así en meros notarios de una realidad penosa, en gladiadores de paja derrotados de antemano por unos problemas cuya raíz se encuentra -según ellos- en el mismísimo ADN de la sociedad, allí donde nadie (ya no solo el gobierno) puede operar.

Cuando un ministro dice que la desnutrición infantil es un problema cultural de las poblaciones aborígenes; cuando una ministra se justifica diciendo que la violencia contra la mujer forma parte de la historia de la humanidad; cuando el propio Gobernador confunde el significado de las palabras y llama «acervo cultural» a los comportamientos machistas; cuando las tragedias cotidianas de nuestro medio ambiente se deben, no tanto a la incapacidad del gobierno, como a la inveterada suciedad de la población; cuando un ministro acepta que la pobreza más extrema forma parte del paisaje de la selva de yungas, está reconociendo, en realidad, que no debería permanecer un minuto más en el cargo.

La política no puede crear paraísos de la nada y obrar milagros. Pero lo que un ciudadano debe exigir a un Gobernador o a un ministro es un mínimo de ilusión, una confianza superior al resto en que los problemas se solucionarán y que podremos, algún día, vivir en una sociedad mejor. Un político, un ministro, una ministra pueden renunciar a todo menos a la esperanza de cambiar las cosas.

Mucho peor que tener un gobierno incapaz es tener ministros derrotados antes de dar la batalla y un Gobernador ausente e irresponsable que confía la resolución de los problemas sociales más graves que padecemos a personas inexpertas, a maquilladores de la realidad (dicho esto sin segundas intenciones) y a voluntariosos cristianos que a las primeras de cambio te dicen: «esto que nos está pasando sucede porque Diosito así lo ha querido».

Cualquier día de estos escucharemos por la radio un comunicado oficial como aquel que puso fin a la guerra civil española: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el gobierno de Urtubey, han alcanzado la pobreza, la desnutrición infantil y la violencia machista sus últimos objetivos. La guerra ha terminado».