
Juan Manuel Urtubey parece haber olvidado que el tiempo y el espacio del Gobernador de la Provincia son activos del Estado y que, por lo tanto, no se pueden malgastar ni jugar con ellos como si fuesen meramente privados.
El Gobernador está obligado a dedicar su tiempo -todo su tiempo- al servicio de la Provincia. Los gobernadores ejercen su cargo a tiempo completo (es decir, son gobernadores hasta cuando van al baño, y si no que se lo pregunten a Lyndon B. Johnson que ordenó bombardear Hanoi mientras se hallaba haciendo sus necesidades en la Casa Blanca).
Urtubey está obligado a rendir cuentas del uso de su tiempo, como lo está de justificar los gastos de su administración o el uso de los bienes públicos.
Pero el Gobernador de Salta tiene una idea incremental del poder.
Cuando ganó su primera elección por 4.000 votos de diferencia, prometió hacer un gobierno recatado y honesto. No cumplió.
Y cuando comenzaron a exigirle responsabilidades por su incumplimiento, ya había ganado la segunda elección con el 57% de los votos, lo que le permitió -entre otras cosas- justificar muchas de las barbaridades del primer periodo, como la designación de sus hermanos en el gobierno, algo que había prometido solemnemente no hacer jamás.
La tercera elección -con el 51% de los votos- le ha empujado incluso un poco más allá. Ahora, Urtubey ha interpretado que los salteños le permiten alegremente ausentarse de la Provincia para ir a hacer su campaña personal en otros lugares del país, como si esto fuera la cosa más normal del mundo. Él sabe que eso no está bien, que no se puede abandonar el gobierno, pero calcula también que, como ya ha pasado antes, los salteños llegarán tarde a pedirle cuentas por estos excesos.
Cómo le explicamos a un pobre del barrio Democracia de la ciudad de Salta, al que el viento zonda acaba de tumbarle el rancho, que está sin agua, sin luz y con un incendio de pastizales amenazando su vida, que en el mismo momento en que a él (y a muchos otros) le suceden estas desgracias, el Gobernador de su Provincia está en Hurlingham, a 1650 kilómetros del infierno, supervisando las obras que alguien -no él- realizan en el arroyo Soto de William Morris.
Cómo le explicamos que en medio de tantas necesidades locales y cuando su Ministerio de Derechos Humanos enfrenta un escándalo de proporciones mayores, a Urtubey se le dé por decir en Hurlingham: “Somos un equipo que le gusta transformar la realidad para que la gente viva mejor”.
¿Acaso el Gobernador de Salta ya terminó de hacer todo lo que se necesita hacer en Salta que ahora se ha decidido a extender su acción bienhechora a otras partes del país?
No. Esto es pura campaña de imagen. Un descarado postureo, como dicen los españoles.
Cuando escuchamos que Urtubey defiende las obras en Hurlingham diciendo que tienen como «finalidad evitar problemas sanitarios, ambientales, así como también, prevenir los desbordes producidos ante lluvias intensas», quién no recuerda a las decenas de miles de salteños sin acceso al agua, que viven en pueblos permanentemente expuestos a desaparecer sumergidos tras una tormenta, a los cientos de miles que padecen problemas de salud y se enfrentan a una red hospitalaria y de centros sanitarios más propia del África subsahariana que de un país como el nuestro.
No nos engañemos. Hoy la prioridad de Urtubey no son los salteños que sufren sino los habitantes de William Morris, que no solo vivirán fenómeno a partir de hoy sino que también se han quedado con la imagen de inocente niño de un señor que quiere volver dentro de cuatro años a pedirles el voto y a decirles «¿se acuerdan, yo inauguré la canalización del arroyo?»
Y a los salteños, que los parta un rayo.