
Pero, ¿qué es la militancia exactamente? ¿De verdad se necesita militancia para ejercer un derecho cívico fundamental como lo es el derecho a ser elegido?
El tema es bastante complejo, pero como los fanáticos de la mediocridad suelen simplificarlo, existe cierta libertad para reflexionar sobre él con calculada superficialidad.
Entre nosotros, 'militar' significa calentar sillas durante años en estúpidas reuniones partidarias en donde hablan muchos y no decide nadie. También significa escoger un líder o un jefe a quien seguir y rendir pleitesía durante algún tiempo («chuparles la media», como dicen los salteños, o «lamerles el culo», como dicen los españoles).
En ocasiones también significa caminar barrios, besar viejas, abrazar embarazadas, organizar actos, repartir regalos, ser fiscal en las elecciones o ejercer los más viles oficios de la política, como el de injuriador por cuenta de terceros.
El secreto -dicen- está en «ser fiel a las ideas». Pero ¿a qué ideas? o ¿a las ideas de quién?
La mayoría de los militantes con pedigrí, esos que aspiran a los más altos cargos y entran a las reuniones taconeando, acompañados de guardaespaldas digitales, han sido fieles a un millón de ideas diferentes y leales a varios líderes antagónicos. ¿Qué valor tiene eso?
Para decirlo más claro, la militancia es el refugio de la mediocridad. Es un espacio cerrado porque el mediocre suele anidar con ferocidad allí donde encuentra una pequeña sombra donde cobijarse. Aquel ciudadano que va por libre, al que no le interesa besar viejas sino solucionar los problemas colectivos, ese no tiene lugar. Mejor dicho, no debe tenerlo.
La idea es que el aspirante pague un alto canon por lo que se conoce como «derecho de piso». Un precio que incluye la humillación, el desprecio, la calumnia, solo para empezar. ¿Cómo es posible que un analfabeto que lleva veinticinco años esperando su oportunidad militante se deje copar la parada por un cerebro que solo ayer se decidió por el servicio público? No se puede permitir eso. Aquí hay una carrera con puntaje, como en el Consejo de la Magistratura.
Con estas exigencias exageradas de «militancia» nos aseguramos que nuestros legisladores no sepan ni escribir en Twitter, como sucede con una conocida diputada cuyos errores ortográficos hacen retorcer a Cervantes en su renovada tumba. Ella no dejará entrar al ruedo político a jóvenes abogadas, no solo porque son más jóvenes que ella, sino porque «probablemente ni siquiera sean abogadas».
Este último es otro insulto viejo, otra maña conocida de aquellos que piensan que para ser abogados y para ser juristas hay que exhibirse en la cola de la mesa de entradas de los juzgados y acudir a los «asados científicos» del Colegio de Abogados de Salta.
Fuera del espectro militante hay personas con un enorme potencial humano y político. ¿Qué razón, que no sean la envidia o el miedo, justifica que no puedan presentarse como candidatos? Nos llenamos la boca con la palabra «inclusión», pero cuando se trata del presupuesto no hay inclusión que valga. Aquí choreamos nosotros y los demás, a la cola.
Si la lucha por la igualdad es la lucha contra los privilegios, debemos asegurarnos de que estos militantes con chapa y derecho de veto dejen de interferir de una buena vez en la libre circulación de ideas y que se avengan a competir con ciudadanos independientes. Los salteños debemos rebelarnos contra la profesionalización de la política, que solo asegura la perpetuación de la mediocridad, bajo el malsonante nombre de «militancia».