
Pero en una Provincia en donde las relaciones de producción no son precisamente iguales a las que Marx conoció y analizó en la Inglaterra de mediados del siglo XIX, los objetivos del Partido Obrero no son las fábricas ni los latifundios -unos espacios que los trotskistas lugareños tienen bastante abandonados desde la virtual derogación de la «ley de bronce de los salarios»- sino las oficinas públicas, como por ejemplo la Central de Policía.
En la corrosiva estrategia del PO, cualquier lugar parece bueno para enfrentar a la «clase capitalista dominante», básicamente porque ésta ha extendido sus perniciosos tentáculos hacia otros terrenos, y allí donde antes se escondía entre cañaverales y trapiches ahora se disimula detrás de uniformes azules y móviles con sirena.
Al Partido Obrero no le disgusta la Policía, en general. Recordemos que, durante la guerra civil que sobrevino a la Revolución de octubre de 1917, Trotsky desempeñó el cargo de comisario de asuntos militares y comandó un aterrador aparato represivo, solo superado por el de Stalin.
Al Partido Obrero tampoco le disgusta en especial la Policía de Salta. Si ellos mandaran (es decir, si un militante del PO fuera Gobernador de la Provincia) necesitarían, para sostener sus políticas, un aparato represivo todavía más fuerte que el que ahora mismo tiene Urtubey.
Lo que disgusta en el fondo al PO es que la Policía -esa fuerza de color cobrizo- sea comandada por un aristócrata con pedigrí.
Por esta razón es que el aristócrata acusa a los dirigentes del PO de «resentidos» y los del PO acusan al ministro de «autoritario», «dictatorial» y «represor».
La razón de este casual desencuentro no es otra que el desprecio de clase mutuo que se profesan el uno a los otros y los otros al uno.
Seguramente el PO aceptaría de buen grado una Policía mucho más numerosa e, incluso, mucho más represiva, si a sus mandos estuviera el comisario Condorí, descendiente de braceros de la zafra y no de propietarios latifundistas.
Seguramente el Ministro de Seguridad aceptaría encantado las propuestas del PO -incluso las más sovietizantes- si, en vez de ser formuladas por el concejal Tolaba, fueran formuladas por el embajador Álzaga Unzué.
No es una cuestión de apellidos. Es una cuestión de piel, una cuestión de clase... diríase que de perfumes.
Y para que el clasismo reviva (porque bien muerto que estaba), nada mejor que unos dirigentes anclados en el trotskismo más primitivo y un ministro con esquemas mentales propios de la Guerra Fría, que se dan cita para pelear por el control, no de los medios de producción, sino de la Policía.
De seguir así las cosas, no sería extraño que en las próximas semanas veamos a los dos bandos enfrentarse a cascotazos en una reedición posmoderna del Combate de Manchalá.