
Por alguna razón, seguramente relacionada con la escasa popularidad de los golpes de Estado, que durante casi seis décadas impidieron que las instituciones legales funcionaran de forma continua y previsible, los salteños han convertido a la estabilidad institucional en un valor firme e inamovible, hasta el punto de que una mayoría relaciona la antigüedad de las instituciones con su eficacia y, en algunos casos, con la existencia de la propia democracia.
Son pocos y de escaso peso los sectores que reclaman en Salta una reforma política de gran calado. La mayoría de ellos carece de ideas claras y de programas viables de reforma. Pero lo que realmente impide avanzar en la buena dirección es la tenaz resistencia al cambio que oponen aquellos sectores sociales y políticos que se muestran conformes con el diseño del sistema institucional, que se sienten cómodos dentro de él y que piensan que su buen funcionamiento es motivo más que suficiente para negar la necesidad de su reforma.
Pero las reglas de la política se han hecho para ser cambiadas. Y no solo cuando funcionan mal -como frecuentemente se piensa- sino, especialmente, cuando funcionan bien.
¿Por qué cambiar un sistema político estable que, en términos generales, ha dado buenos resultados?
Básicamente, porque una larga vigencia de las instituciones (pongamos como ejemplo al sistema electoral) permite a los sectores políticos con mayor capacidad de influencia y mayor poder económico encontrar más fácilmente la forma de romper los equilibrios y derribar las vallas erigidas para evitar la concentración del poder.
Cada tanto se hace necesario cambiar las reglas de la política para sacar a los poderosos de su «zona de confort» y obligarlos a replantearse las cosas. Desde este punto de vista las reformas políticas, con independencia de su contenido y de la forma que adopten, son recursos de que disponen las sociedades para evitar que las instituciones democráticas sean instrumentalizadas a largo plazo por pequeñas oligarquías.
El argumento de la estabilidad política es débil. No está empíricamente demostrado que la inestabilidad o los cambios institucionales frecuentes se traduzcan automáticamente en falta de gobernabilidad. Aunque si por gobernabilidad se entiende que los gobiernos sean capaces de «hacer muchas cosas», no parece del todo malo que un poco de inestabilidad fuerce a los gobiernos a hacer menos de lo que hacen, porque, en la mayoría de los casos, «mucho» no siempre es sinónimo de «bueno».
Los cambios políticos frecuentes, lo mismo que la alternancia en el poder, favorecen el hallazgo de respuestas a los problemas sociales, que los gobiernos largos, encerrados en estructuras antiguas y esclerosados por procedimientos repetitivos, no pueden encontrar.
Llega un momento, pues, en que el cambio político tectónico no solo es inevitable sino que es, incluso, deseable. De nada sirven el miedo o las resistencias cuando una situación se ha agotado y no da más de sí. Aun en las sociedades más exitosas y estables llega siempre ese tiempo en el que los principios, los valores, las habituales formas de vivir y los caminos antes escogidos ya no nos sirven para seguir hacia adelante.
Solo en Salta sucede que la mayoría política piensa que los problemas del siglo XXI se resolverán mediante la aplicación de las mismas recetas que aplicaban Güemes y sus gauchos hace doscientos años.
Para mirar el futuro con alguna esperanza tenemos que pensar en gobiernos cortos y necesariamente más débiles, aunque no menos eficientes. Bastaría para ello que nos demos cuenta de lo poco que han conseguido en las últimas dos décadas los larguísimos gobiernos oligopólicos que nos han regido. Pero no se trata de quitar a unos para poner a otros que hagan cosas parecidas, sino de lograr, con el esfuerzo de todos, que Salta sea gobernada de una forma novedosa y realmente diferente.
Necesitamos terminar con las pugnas mayoritarias y con las disputas por la hegemonía absoluta para dar paso a instancias de cooperación institucionalizadas entre fuerzas políticas auténticamente diferentes. Para ello hace falta decisión, talento, convicción democrática y firmeza política, pero, sobre todo, hace falta mucha humildad; o, lo que es lo mismo, acabar con esa falsa sensación de infalibilidad que emborracha a quienes, al amparo del enorme déficit democrático de nuestras principales instituciones, conquistan aplastantes mayorías.