
Con los políticos sucede al revés que con los deportistas de elite, pues mientras estos experimentan sensaciones como activación, intensidad, seguridad en el éxito, vivencia de auge e inclinación a actualizar potencialidades, los políticos tienden a encerrarse en un mundo irreal en el que la competencia con los iguales parece haber desaparecido y solo se lucha ya contra los fantasmas de la historia.
Es el caso del Gobernador de Salta, Juan Manuel Urtubey, que acaba de hacerse elegir por tercera vez, pero que no tiene en mente servir a quienes lo eligieron sino, más bien, trasponer los portales de la gloria y marchar al encuentro de un destino que -según él- estaba ya escrito en el cielo mucho antes de que naciera.
Los primeros movimientos del Gobernador después de su tercera elección demuestran que Salta -el espacio vital de quienes lo han elegido, el teatro de nuestras penurias cotidianas- es para él un lugar instrumental, una estación de paso, una herramienta más para tallar y pulir su ambición personal.
Mentalmente, el Gobernador ha dejado atrás a Salta (desde las alturas todo se ve más pequeño) y no parece querer ocuparse de ella ni de sus habitantes más que para un solo propósito: alcanzar la Presidencia de la Nación.
Será la campaña presidencial y no la administración cotidiana de los asuntos del Estado lo que ocupará el tiempo y consumirá las energías de Urtubey en los próximos 1200 días.
A muchos salteños les parecerá muy bien esta decisión y verán con buenos ojos que un hombre de la tierra aspire a convertirse en Presidente. Pero esta actitud, entre orgullosa y primitiva, es propia de las sociedades pobres y acomplejadas. Si Urtubey alcanza algún día su meta no podrá hacer por Salta nada más ni nada mejor de lo que hizo en los ocho años que fue Gobernador.
Lo que los salteños -orgullosos y no orgullosos- deben preguntarse ahora es si Urtubey no abusó de los recursos del Estado para hacerse reelegir y si su reelección no fue planeada al milímetro solo para escalar posiciones en la carrera presidencial.
Si los salteños fuesen hoy interrogados en una gran encuesta provincial y debieran responder a la pregunta «¿qué cree usted que es más importante para el Gobernador de Salta, su deber de gobernar la Provincia o sus aspiraciones presidenciales?», el 90 por cien de los encuestados respondería, con seguridad: sus aspiraciones presidenciales.
En tal caso, tendríamos la certeza de que Urtubey ha utilizado a los salteños (y al aparato del Estado) para un proyecto personal, que puede que a muchos entusiasme, pero que no deja de ser expresión de su particular egoísmo y su desorbitada megalomanía.
A más de uno le gustaría incendiar las hemerotecas para que no queden rastros de los discursos, propuestas y promesas de Urtubey durante la primavera de 2007, cuando se presentó a la sociedad como un abanderado del poder limitado, de la libertad, de los mandatos breves y de la alternancia democrática.
Pero ha corrido mucha agua debajo del puente y algunas cosas han quedado bastante claras. Una de ellas -quizá la más importante- que el ejercicio continuado del poder no transforma a las personas sino que las muestra tal cual son.
En los días que se avecinan conoceremos, pues, al verdadero Urtubey, al que bulle detrás de la máscara de obediente monaguillo, al hombre que parece dispuesto a transgredir hasta el último precepto moral con tal de que la historia le otorgue un lugar mejor del que realmente merece.