¿Es verdad que el voto electrónico ha acabado con el clientelismo político en Salta?

Las opiniones políticas de los jueces -especialmente aquellas que son vertidas fuera de los procedimientos legalmente establecidos- se clasifican en dos grandes categorías: 1) las desacertadas y 2) las desgraciadas.

Cuando un juez, con asombrosa soltura, dice que el voto electrónico ha puesto fin al clientelismo político en Salta se asoma innecesariamente al abismo del ridículo, exactamente igual que aquel que en una cumbre mundial sobre el hambre se anima a decir que los smartphones han conseguido erradicar la injusticia de este mundo.

Una afirmación de tal naturaleza solo puede provenir de una persona que no conozca la utilidad y el alcance del voto electrónico; de alguien que no tenga idea de lo que es el clientelismo político o de alguien capaz de faltar descaradamente a la verdad.

Afortunadamente, sobre el clientelismo político hay una muy abundante y erudita literatura que nos permite comprender mejor este fenómeno y comparar los modelos teóricos vigentes con la realidad política de Salta.

Con permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide, dedicaré los siguientes párrafos a comentar algunos de los aspectos teóricos más relevantes del clientelismo político. Pido disculpas de antemano por la superficialidad de este análisis, impuesta por razones de tiempo y de espacio.

Distribución política y clientelismo

Entre las obras especializadas en el tema sobresale, por su calidad, el trabajo de Susan C. Stokes, Thad Dunning, Marcelo Nazareno y Valeria Brusco titulado Brokers, Voters and Clientelism, publicado en 2013 por Cambridge University Press.

Los autores comienzan analizando lo que denominan «política distributiva», que consiste en la distribución de bienes y servicios realizada por medios políticos, que coexiste con los mecanismos distributivos del mercado.

Este enfoque sostiene que la distribución política de los bienes provoca más controversia que la distribución a través de los mercados, ya que de estos se espera que cumplan con su papel de mover los recursos valiosos a través del espacio y las poblaciones.

Pero en materia de distribución política sucede algo diferente, pues mientras son muy pocos los que pueden objetar todas las formas de distribución política, casi todo el mundo desaprueba alguna de estas formas.

La distribución política de bienes y servicios se utiliza generalmente, por quienes ejercen el gobierno y adoptan las decisiones distributivas, para intentar ganar las elecciones y mantenerse en el poder.

Pero esta distribución se puede llevar a efecto de varias maneras. Stokes et al distinguen, por un lado, entre distribución programática y no programática, y por el otro, entre beneficios incondicionales e intercambios condicionados.

Según los autores, la distribución programática tiene lugar cuando se realiza de modo formal y público y asume la forma de la entrega real de beneficios y recursos. Señalan que la distinción entre distribución programática y no programática no es meramente académica, ya que la mayoría de los países tienen leyes que penalizan el tráfico de votos. En estos países, son los jueces los que deben trazar una línea que separe la distribución legal de recursos por parte de políticos ambiciosos, por un lado, y la compra ilegal de votos, por el otro.

En el otro extremo, la distribución no programática es aquella que no cumple con los criterios de publicidad, o bien aquella en la que los criterios de publicidad se cumplen pero han sido desvirtuados o subvertidos por agentes privados; típicamente los partidos políticos.

La distribución no programática ocurre cuando los actores políticos que controlan los recursos se pasan por alto el modo en que la legislación o la práctica administrativa señalan cómo deben distribuirse esos recursos y, en vez de hacerlo del modo legalmente previsto, desvían los beneficios a grupos, regiones o individuos que no los hubiesen recibido (o a los que se habría concedido una prioridad menor) si los criterios oficiales en vigor hubieran sido respetados.

Un ejemplo claro de este tipo de estrategia son las obras públicas del famoso Fondo de Reparación Histórica que desvió una importante masa de recursos económicos a los departamentos del norte de la Provincia de Salta, en donde el partido gobernante padecía de una manifiesta vulnerabilidad electoral. No por casualidad, después de esta «distribución estratégica», el partido en el gobierno consiguió ganar las elecciones en estos territorios con diferencias superiores a los 40 puntos porcentuales con su más inmediato perseguidor.

Los autores identifican dos modos de distribución no programática: la llamada incondicional (o de sesgo partidista incondicional) o la condicionada (clientelismo político).

La primera de estas formas tiene lugar cuando con la distribución discriminatoria de recursos se espera generar la buena voluntad de los receptores, quienes, como consecuencia de la entrega, pueden estar más inclinados a apoyar al candidato benefactor o a su partido. Pero la característica distintiva y fundamental de este modo de distribución consiste en que aquellos receptores que finalmente deciden votar a un partido diferente al del gobierno no sufren un castigo individual.

La segundas de estas formas -el clientelismo propiamente dicho- ocurre cuando el partido que gobierna ofrece beneficios materiales solo con la condición de que el receptor le devuelva el favor con un voto. El votante sufre un castigo (o razonablemente teme que lo va a sufrir) si transgrede el contrato implícito de «un beneficio por un voto» (no ya solo por su buena voluntad o por su simpatía).

El miedo al castigo (por ejemplo, perder un subsidio, un plan social, un puesto de trabajo o una ayuda económica cualquiera) es el elemento que finalmente convierte la distribución en votos. Stokes et al denominan a este fenómeno «distribución no programática combinada con clientelismo condicionado».

El voto electrónico

Vistas las cosas de este modo, se comprende con facilidad que el clientelismo político en Salta no está muerto sino que goza de una vitalidad y de una lozanía envidiables.

Es de una ingenuidad imperdonable pensar que la compra de votos es una práctica que solamente tiene lugar el día de las elecciones. La intervención activa de los gobiernos en el emergente y cada vez más complejo «mercado del voto» requiere de una estrategia de largo o mediano plazo y de una distribución de bienes minuciosamente planificada de antemano.

En relación con los gobiernos que lo precedieron, el gobierno de Urtubey ha multiplicado por mil el clientelismo político. Esto no es ninguna novedad.

La razón de este brutal aumento no solo ha de buscarse en el insaciable apetito electoral del grupo gobernante sino también en la abundancia de recursos disponibles, en una cultura cívica proclive a las demandas clientelares de los ciudadanos y, especialmente, en las agudas carencias institucionales que padece la Provincia de Salta (falta de leyes que regulen el acceso a las prestaciones sociales, ausencia de agencias administrativas especializadas, debilidad o partidismo de los organismos de control).

Se podría decir, a modo de conclusión, que no hay prácticamente en Salta distribución programática y que toda la distribución no programática es condicionada, con un claro sesgo partidista.

Esta conclusión es más sana y menos arriesgada, sin dudas, que proclamar alegremente el fin del clientelismo político y la compra de votos, solo por el hecho de la implantación del voto electrónico.

Nuestra sociedad y nuestro sistema político están gravemente enfermos de clientelismo. Lo confirma la discrecional política de entrega de viviendas públicas y, por debajo de esta, las campañas de regalos de anteojos, dentaduras postizas, muletas y sillas de ruedas, o las políticas magnánimas de donación de inmuebles fiscales, de las que no se conoce en absoluto los criterios de selección de los beneficiarios receptores y en donde se puede constatar que el objetivo primordial es la fidelización del voto y no la satisfacción de necesidades sociales.

Poco puede variar el voto electrónico este panorama, como no sea a peor. Con o sin él, el gobierno de Urtubey seguirá sin desmayos con su política de distribución no programática y condicionada, de compra de votos y de fidelización del electorado. Pero no solo del más pobre y periférico, sino también del segmento más pudiente, como lo confirman las arbitrarias donaciones inmobiliarias a la Iglesia Católica, a poderosos sindicatos y a clubes deportivos.

No se debe perder de vista sin embargo que, bien empleado, el voto electrónico podría asumir el papel de complemento ideal de estas políticas sesgadas y antidemocráticas, teniendo en cuenta que la herramienta, que ha sido diseñada a gusto y paladar del grupo gobernante, priva a todos los ciudadanos (y mucho más al elector pobre y periférico) de los mecanismos de control y de las garantías del secreto de su voto.

Si el gran obstáculo para el clientelismo político es el secreto del voto, está claro que el voto electrónico, más que el enemigo, es la solución a este problema, pues su «manejo estratégico» le permite al gobierno -antes, durante y después de la elección- saber exactamente lo que han votado los ciudadanos; es decir, saber dónde, cuándo y a quién tienen que apretar, chantajear y extorsionar hasta conseguir sus objetivos.

No en vano, uno de los autores de Brokers, Voters and Clientelism -la profesora Valeria Brusco- ha calificado al voto electrónico como «shopping electoral».