
En ellas, el prelado dice que «apelar a que un cura sea llamado para juntar votos, de algún modo es decir que hemos fracasado con todas nuestras escuelas católicas, las universidades católicas, los movimientos, las instituciones. Aun en los pueblos más humildes uno encuentra gente de sentido común que puede ser un buen gobernante y no necesitan a un sacerdote».
Si bien la publicación presenta estas afirmaciones como «una autocrítica de la Iglesia», lo cierto es que de su lectura pausada surge todo lo contrario.
El Arzobispo afirma varias cosas. La primera, que las escuelas católicas, las universidades católicas, los movimientos y las instituciones son las que proporcionan los recursos humanos para la política. Da a entender también que es «normal» que esto suceda así.
El juicio es acertadísimo, pues el actual Gobernador de la Provincia y el grupo que lo rodea son productos de la enseñanza católica más pura y miembros activos de conocidos «movimientos» de la Iglesia.
La segunda, que son los sacerdotes católicos los que tienen en Salta la llave del conocimiento y, por consiguiente, los responsables de la formación de los laicos que actúan en la política. No en vano, el rector de la Universidad Católica local es un cura de la diócesis.
La tercera, que la política la deben hacer los alumnos (los laicos) y no los maestros (los curas).
La cuarta, que si la sociedad necesita llamar a un cura (a un maestro) para que sea candidato es porque la formación integral (católica, por supuesto) de los políticos ha fracasado. Los curas son extrema ratio.
En suma, que si el Arzobispo de Salta, en vez de regir la Iglesia, dirigiera un club deportivo, diría algo así como que sus escuelas de fútbol han fracasado si para ganar un partido no resultan suficientes ni adecuados los jugadores formados en la cantera y al final el equipo lo tiene que llamar a Messi.
Dicho en otros términos: si nuestra escuela no saca jugadores buenos es que hemos fracasado. Es comprensible que la gente quiera que jueguen los mejores. Pero los mejores están para otras cosas. Habiendo gente preparada no es necesario convocar a los sabios ni molestar a los guardianes de las esencias.
Antiguamente, eran los militares los que, desde arriba, tutelaban la política. Ahora, de la mano de Urtubey y del anillo de Cargnello, son los sacerdotes los que, con la venia del Altísimo, determinan qué reglas deben obedecer los ciudadanos.
Presentar a los curas como dechados de sentido común y como una especie de reserva moral estratégica de la sociedad, no es autocrítica. Suena más bien a pecado de soberbia.