El personalismo político amenaza peligrosamente el futuro de Salta y los salteños

El personalismo es un rasgo primitivo de la política, un síntoma de atraso.

Pero en Salta -donde las cosas de la política siempre se ven de modo diferente- los egos inflados y los desbordes personalistas son considerados como el no va más de la modernidad; algo así como el punto más elevado de la democracia y el glamour.

Por mucho que algunos se esfuercen en disfrazarlo de «esgrima política», el enfrentamiento personalista se resuelve siempre en la misma fórmula primitiva: «No me voy a dejar joder por éste».

En efecto, ninguno quiere dejarse «joder» por el otro, lo cual no es sino la demostración palmaria de que a la política lugareña no la impulsan las ideas sino dos de las emociones más primarias del ser humano: el egoísmo y la vanidad.

La épica de "la pelea"

Muy atrás han quedado los tiempos en que era suficiente la posesión de un ego bulímico para tener éxito en la política. Los cambios sociales, la evolución de la conciencia ciudadana y la crisis de la representación le han dado un vuelco al asunto; pero de un modo tan radical que no basta ya con plantear el combate político como una riña de gallos, a la antigua usanza.

La «pelea» y la «victoria» (componentes esenciales de la mística peronista) envuelven al vencedor en una atmósfera de falsa suficiencia que distorsiona la percepción de la realidad. Los gobiernos extremadamente fuertes, las mayorías aplastantes y los liderazgos incontestables generan una ficción de democracia en la que la política y sus mecanismos de composición se encuentran ausentes.

La política y, más concretamente, la gestión de los asuntos públicos, se han convertido de un tiempo a esta parte en una peligrosa bomba de relojería, cuya manipulación irresponsable puede acarrear gravísimas consecuencias sociales, económicas y medioambientales.

Los desafíos que enfrentan las sociedades modernas están forzando a los líderes políticos de todo el mundo a reconocer sus propias limitaciones y, en algunos casos, su incapacidad y la de sus partidos para superar por sí solos unos problemas y unas amenazas que requieren del compromiso activo y el esfuerzo sostenido de toda la sociedad, cuando no la cooperación de otros países.

El futuro está en juego

El alto nivel de personalismo en la política de Salta nos conducirá, más tarde o más temprano, al desastre.

Un mal diagnóstico o un enfoque superficial de nuestros problemas, nos condenará a adoptar las decisiones equivocadas. El calor de la lucha personalista, la búsqueda permanente de la hegemonía, la falta de racionalidad y de serenidad democrática, nos exponen a incurrir en errores irreversibles.

La política local demanda de forma urgente un baño de humildad, profundo y duradero. El largo e inútil gobierno de Urtubey ha demostrado que no basta con la obsesión por ejercer el poder y con un discurso de cuatro frases. El fracaso de este gobierno demuestra también que el fomento de las divisiones y los enfrentamientos debilitan y retrasan las respuestas sociales a los problemas más acuciantes que padecemos.

En los últimos ocho años los salteños no solo hemos presenciado la potenciación irracional de los personalismos. También hemos experimentado un peligroso regreso al sectarismo, esta vez en su versión más peligrosa y absolutista: la del fundamentalismo religioso.

Urge recuperar la sensatez en la política y esto solo se puede conseguir acabando con los personalismos excluyentes, fortaleciendo el papel de las minorías, expandiendo la ciudadanía sin restricciones irrazonables y separando con claridad las esferas de la religión y la política.

Son tareas -me temo- demasiado grandes para una dirigencia política anticuada, preocupada por lo superficial y obsesionada por lo minúsculo, que ha hecho de la pequeñez y del encierro localista sus más poderosas señas de identidad.