Atención salteños: He dado la orden de votar en blanco

Hace algunos años, no muy lejos de donde ahora mismo me encuentro escribiendo estas líneas, el general Perón enviaba a sus seguidores «órdenes» para votar o no votar a alguien o para votar en blanco.

Aquellas órdenes eran cumplidas a pie juntillas por una mayoría de borregos, y convenientemente desobedecidas -muchas veces en la intimidad del cuarto oscuro- por un puñado de gente que, básicamente, no creía que Perón -entre tanta tortilla de patata, tanto California 47, tanto esoterismo y tanto Anís del Mono- se encontrara en su sano juicio.

La costumbre de dar «órdenes» para votar se convirtió así en una costumbre más del folklore peronista. Y muerto Perón, comenzó a ser practicada por personajes muy menores: caciques locales y hasta sufridas amas de casa, dueñas de prósperas y concurridas Unidades Básicas.

Muchos -como un conocido caudillo árabe de Tartagal- se decían «dueños de los votos» de otras personas. Bastaba un solo ademán del «dueño» para que cientos, o aun miles, de personas votaran o dejaran de votar en un sentido determinado.

Así, el mapa electoral salteño se convirtió en un gran árbol genealógico de familias de electores. En algunas noches de escrutinio era muy conmovedor ver a viejos dirigentes emocionarse con los resultados que llegaban desde las mesas de la Escuela de La Falda: «Estos son los votos de la señora de Pistán, esa gran luchadora», decían al borde las lágrimas.

El sentimiento era parecido, pero de signo inverso, cuando la organizadora de fantásticas empanadeadas en el patio de tierra de su casa, la misma que había prometido hacer reventar las urnas de su circunscripción, era finalmente vapuleada por el partido contrario: «Mirala vos a esta vieja de mierda, apenas si sacó quince votos».

Desde entonces, o incluso antes, los que se llaman a sí mismos «dirigentes peronistas» de Salta se creen dueños de los votos de los demás y en disposición de emitir órdenes tajantes para que ese derecho ultrasoberano, que es el sufragio, sea ejercido, por otros, en un sentido determinado.

Ayer, me he presentado ante el director de mi tesis para proponerle un experimento sociológico. Le dije que, desde Madrid (igual que Perón), daría a mis comprovincianos la orden de votar en blanco en las próximas elecciones. Agregué que estoy convencido de que «las bases» me obedecerán, igual que lo hacían con el anciano militar exiliado y que no dudarán de mi sanidad mental, dada mi edad, mis morigeradas costumbres y mi carácter estrictamente abstemio.

También le comenté al catedrático que la idea me surgió después de leer en un pasquín salteño que un grupo de peronistas disconformes con Urtubey han dado la «orden» de votar por Romero.

El hombre, muy compuesto pero no por ello menos sorprendido, me dijo con su acento de Oxford: «Mire, Caro. En política se puedan dar y de hecho se dan muchas órdenes. La obediencia es un rasgo estructural de la política. Pero si hay algo que no resiste órdenes externas de ninguna naturaleza ese algo es el voto. La democracia está basada en el voto libre de los ciudadanos. Si al momento de emitir su voto, el ciudadano no es libre, sea porque alguien le apunta con un arma a la cabeza, porque tiene secuestrados a sus hijos o porque se le ha dado una orden de votar en un sentido determinado, ese alguien no es libre, ni es ciudadano, así como tampoco es democracia el sistema que lo permite. La democracia es posible porque quienes eligen lo hacen convencidos o persuadidos por los elegidos y no conminados por ellos».

Oídas estas palabras y tras permanecer en silencio unos segundos, le respondí: «Debería usted conocer a los salteños y, más aún, a los peronistas salteños, que conforman una categoría mental fuera de toda regla. Muchos de ellos son como esos combatientes japoneses de la Segunda Guerra Mundial que seguían escondidos y sin rendirse en plenos años 90. Todavía esperan que a través de un emisario secreto alguien les haga llegar la orden de votar. ¿Qué sería de la señora de Pistán o de los caciques de Joaquín V. González si no recibieran la orden a través de un circuito clandestino? ¿A quién maldecirían los dirigentes la noche del escrutinio si no existieran estas órdenes? Así que mire; yo ordenaré igual a los salteños que voten en blanco. Estoy seguro de que algún gil me va a hacer caso».

La pregunta ahora es: ¿seguirá siendo este hombre mi director de tesis o el éxito de mi experimento me llevará a desplazar a Dieter Nohlen de su sitial en la Universidad de Heidelberg?