
El llamado «Pacto de Fidelidad», la escenificación religiosa de la renovación periódica de la Fe de los creyentes salteños en la misericordia infinita del Señor y de la Virgen del Milagro, ha sido matizada este año por la insólita convocatoria del Arzobispo de Salta a reformar la ley del aborto, a la que el prelado considera «injusta».
Que la Iglesia se manifieste en contra del aborto parece hasta natural y no es para nada sorprendente. Tampoco nadie debe escandalizarse porque un obispo arremeta contra una ley tachándola de injusta.
Lo que soprende es que se haya utilizado el Pacto de Fidelidad con los patronos tutelares de Salta para difundir estos mensajes, que no tienen como destinatario a Dios sino más bien al César.
Sorprende también que el Arzobispo de Salta haya empleado la primera persona del singular en la redacción de la renovación del «Pacto». Así, lo que debería haber sido una invocación a Dios o una plegaria popular solicitando con humildad la extensión temporal de la protección divina, se ha convertido en una expresión de subjetividad y en la válvula de escape de las tensiones y contradicciones personales de solo uno de los millones de devotos del Señor y de la Virgen del Milagro.
Pocas dudas hay acerca de la posibilidad de que el Arzobispo de Salta ejerza y se exprese como ciudadano. Pero tan razonable como esto es la exigencia de que el prelado se exprese como tal en foros ciudadanos y no desde el púlpito, desde el que debe ejercer su magisterio con ecuanimidad y sin tomar partido en las disputas seculares.
Por esta razón, se entiende bastante poco que el Arzobispo haya incluido en su renovación del «Pacto» este controvertido párrafo:
«A la luz de esta enseñanza del magisterio pontificio, me atrevo a clamar a quienes tienen la autoridad para hacerlo que se adviertan las consecuencias de la evidentemente injusta ley del aborto y que se animen a reabrir la posibilidad de debatirla sin tomar partidos por ideologías, o, al menos, a que reglamenten la misma para evitar los excesos que terminan dejando a un bebé sin vida, como nos han hecho conocer la triste noticia que nos colocó en la escena nacional. Del mismo modo, y lo hago no como francotirador sino como un ciudadano que cree interpretar a muchos conciudadanos, que se tome en serio la situación de los numerosos hermanos a los que este caminar sin rumbo va dejando en el camino hasta la exclusión social y económica».
Un discurso de esta naturaleza solo sirve para que dudemos seriamente si los que «caminan sin rumbo» son los insensatos que nos han colocado en la «escena nacional» o los portavoces de una iglesia que se resiste a dejar que las cuestiones que atañen a los ciudadanos las resuelvan ellos mismos, sin interferencias indeseadas.