El deterioro terminal e irreversible de la autoridad del Presidente de la Nación

  • La admisión por parte del presidente Alberto Fernández de que él, su esposa y un grupo de conocidos de ambos, violaron las normas sanitarias en el momento en que estas eran más intensas y rigurosas, coloca al mandatario argentino en una situación virtualmente insostenible.
  • Una crisis que tiene una sola salida

El problema -que tiene mucho de político- tiene también componentes jurídicos y morales que, en este agitado tiempo preelectoral, muchas personas sin embargo prefieren dejar de lado, con la esperanza de que el descalabro político en curso termine pasando factura al Presidente y a sus partidarios en las próximas elecciones.


Pero, en casos como este, el veredicto de las urnas no es ni por asomo suficiente para juzgar un comportamiento violatorio de las normas como el que ha admitido el Presidente de la Nación. Confiar en que el castigo electoral de algún modo va a poner las cosas en su sitio es -si se me permite- la salida favorita de aquellos que piensan en la democracia cuantitativa como una panacea, capaz de curar hasta los más graves problemas de convivencia. Y esto no es verdad.

La capacidad que tienen los líderes políticos de manipular, en pocas horas, el humor y los sentimientos de los electores, avisa de que con un poco de esto, más un poco de aquello, en solo un mes se pueden producir vuelcos importantes en las preferencias electorales. Lo brutal y lo ofensivo pueden convertirse en un «acto patriótico» en solo unas horas.

Pero ningún vuelco electoral, por brusco o dramático que sea, va a conseguir restituir la autoridad presidencial perdida, un atributo que, vale la pena recordar, no le pertenece a él en propiedad, sino que forma parte de aquel conjunto de recursos intangibles que los gobernados han puesto en sus manos para poder desempeñar un cargo tan importante.

Ahora mismo, el Presidente de la Nación es un mero detentador del poder; alguien que puede presumir de su título constitucional, pero que ha perdido su autoridad y lo ha hecho, no de forma paulatina y gradual, sino repentina y escandalosa.

Cualesquiera que hayan sido sus motivos para lanzar una fiesta de cumpleaños o participar en una organizada por otras personas en pleno confinamiento por la pandemia, no hay ninguna explicación posible desde el punto de vista lógico para que el Presidente de la Nación se aparte voluntariamente del cumplimiento de unas normas que él mismo impuso por la fuerza, sin intervención -en principio- de los representantes de la soberanía popular.

Es que ya no se trata de una sensación abstracta de absolutismo, se trata de una demostración irrefutable de que el Presidente y su familia se han situado deliberadamente por encima de las normas establecidas; pero no de normas cualesquiera sino de unas que fueron diseñadas e impuestas por la propia voluntad presidencial.

Esto de hacer la norma y no someterse a ella es un claro indicador del carácter dictatorial del mando, pero dejando a un lado este asunto (que es de naturaleza política), lo que más preocupa es que el Presidente transgresor de sus propias normas ha perdido toda legitimidad para dictar e imponer normas de comportamiento a sus conciudadanos, aun aquellas que puedan aparecer como necesarias e imprescindibles.

A la pérdida de legitimidad para dictar e imponer normas en el futuro se une la pérdida de coercibilidad de las normas vigentes. Es decir, el Estado ya no puede, ni podrá, por causa del deterioro moral del sujeto que elabora la norma, aplicar por medio de la fuerza pública las sanciones previstas en la propia norma en caso de que alguien se negara a acatarla. Desde luego que podría hacerlo, pero no sin incurrir en un antidemocrático cinismo institucional, y en una clarísima violación al principio (garantía) constitucional de igualdad ante la Ley.

Aún más: los actos punitivos firmes (las sanciones y condenas que ya se han aplicado), de cualquier naturaleza jurídica que sean, pueden ser atacadas de nulidad por los sancionados, por vía de revisión o de cualquier otro remedio legalmente reconocido. La sanción es el castigo que sobreviene al incumplimiento de una norma cualquiera. Desde este punto de vista, todas las normas tienen sanción. Sin embargo, sólo las normas jurídicas cuentan con coercibilidad.

No es poca cosa lo que sucede en el terreno moral y el jurídico en el caso del presidente Alberto Fernández. La posición que él ocupa en el entramado institucional argentino hace que su pérdida de autoridad deba ser contemplada y valorada como un síntoma terminal de su ejercicio como Presidente.

Quiero que este juicio se comprenda en su cabal dimensión y para ello voy a decir que cualquier maniobra política será insuficiente para devolver la legitimidad perdida al Presidente y para hacer que las normas que él ha dictado sean igualmente coercibles que antes. Tampoco, por cierto, hay remedio jurídico eficaz para una situación como esta, que no sean, por supuesto, la dimisión o la destitución.

Aun cuando para muchos de nosotros perdonar es un imperativo moral, el perdón (aunque fuese mayoritario o unánime) no conseguiría borrar en este caso las consecuencias de los actos cometidos indebidamente.

La Argentina, en mi opinión, debe pasar página rápidamente, aunque los que vengan sean peores que los que se tienen que ir. Mucho peor que tener un nuevo gobierno malo es convivir con la iniquidad y seguir gobernador por los que la hicieron posible.