
La inclusión social no tiene ningún sentido si las decisiones del gobierno no son capaces de hacer que los incluidos accedan a servicios públicos eficientes y de calidad.
Al contrario, cuando estos servicios son deficitarios, incompletos y de baja calidad, cuando están mal organizados y peor gestionados, la «decisión inclusiva» se convierte en un gesto demagógico, más en que una auténtica medida de justicia social.
Es cierto que los estudiantes y jubilados se verán beneficiados por la medida, pero si se tiene en cuenta el pésimo diseño de la red de transporte, la inseguridad de las unidades, la poca formación de los conductores, la baja incorporación de tecnología, el caos del tráfico urbano y suburbano y el catastrófico estado de las calles, el beneficio mayor no es el de los estudiantes y jubilados sino el del gobierno.
La decisión sería digna de la mayor aprobación si al mismo tiempo de efectuarse este anuncio el Gobernador dijera a los ciudadanos qué medidas se propone tomar para que el transporte colectivo en Salta sea más seguro, más eficiente y más limpio.
Si la inclusión de la que tanto habla el gobierno al final se traduce en medidas que favorezcan el acceso a viviendas de ínfima calidad y diseño tercermundista; a hospitales vaciados de recursos; a subsidios directos que operan como factores disuasorios al ingreso al sistema educativo o al trabajo; a jubilaciones magras y a escuelas destruidas, carece del más mínimo sentido.
Así, mientras los ciudadanos excluidos de Salta tienen derecho a prestaciones sociales de una calidad mínima compatible con su dignidad como seres humanos, el gobierno responde con baratijas, con dádivas y mamarrachos que solo profundizan nuestro atraso y que -con corrupción o sin ella- terminan beneficiando solo a una elite gobernante que ha hecho de la llamada «inclusión social» un gran negocio, económico y electoral.