
El Derecho Penal solo puede ser utilizado por el Estado democrático como el último recurso para proteger bienes jurídicos, cuando las soluciones ofrecidas por los restantes órdenes normativos resultan insuficientes. En un sistema de libertades que bien se precie, el Derecho Penal es, pues, ultima ratio; y no por otra razón diferente a la que nos explica que su puesta en acción supone siempre el uso de la razón de la fuerza.
En el preámbulo del Código Penal español se puede leer lo siguiente:
«No toda actuación culposa de la que se deriva un resultado dañoso debe dar lugar a responsabilidad penal, sino que el principio de intervención mínima y la consideración del sistema punitivo como última ratio, determinan que en la esfera penal deban incardinarse exclusivamente los supuestos graves de imprudencia, reconduciendo otro tipo de conductas culposas a la vía civil, en su modalidad de responsabilidad extracontractual o aquiliana de los artículos 1902 y siguientes del Código Civil, a la que habrá de acudir quien pretenda exigir responsabilidad por culpa de tal entidad».
La mayoría de los operadores jurídicos en Salta es perfectamente consciente de que la cárcel es una institución anacrónica, como se ha demostrado que es el encierro en los manicomios respecto de las personas que padecen enfermedad mental, o el de los jóvenes que delinquen en instituciones cerradas.
Como cualquier otro recurso escaso, la cárcel (incluidos los lugares de detención como las comisarías) debe limitarse a los delitos graves. Mientras los jueces civiles han evolucionado y acertado a elaborar alternativas a la reclusión en los manicomios, los jueces y fiscales penales parecen empeñados en insistir con la cárcel (y la prisión preventiva) como la primera respuesta penal y la más efectiva.
La cárcel, de por sí, no previene la comisión de delitos, ni evita que los detenidos en ellas sufran castigos inhumanos. Son estos dos argumentos los que en su momento justificaron las supuestas virtudes humanitarias de las cárceles, su superioridad moral respecto de los castigos corporales y la pena capital. El pensamiento penal ha evolucionado en esta dirección, pero no lo ha hecho en Salta, en donde basta con ver el estado de nuestros establecimientos penitenciarios y su explosiva evolución demográfica para darse cuenta del estancamiento y deterioro de nuestras prácticas punitivas.
La cárcel tampoco facilita la investigación de los delitos. Esto es mentira. Aquel investigador que necesite enviar rápidamente a la cárcel a los sospechosos para hallar la verdad es un muy mal investigador: una persona que solo demuestra conocimientos precarios y habilidades más que dudosas, ya que necesita (quizá porque le provoca placer) utilizar el máximo rigor cuando tiene a su disposición todos los medios para que el desarrollo de la tarea de investigación sea, no solo más racional y menos escandaloso, sino también plenamente compatible con el derecho fundamental a la presunción de inocencia.
Tenemos que convencernos de que no pueden defender adecuadamente los derechos humanos aquellos que utilizan el Derecho Penal como un arma de poder para la intervención inmediata y renuncian a explorar la complejidad de los terrenos de intervención que rodean a la criminalidad como fenómeno social, sea por comodidad, sea por convicción. La forma de utilizar los mecanismos represivos, y, en especial, la institución de la prisión provisional, nos proporcionan la exacta medida de la calidad de una democracia y definen las coordenadas precisas de nuestro entramado jurídico.
En un sistema político vertebrado por una Constitución de corte liberal, como la nuestra, el Estado debe proteger y demostrar que protege efectivamente, antes que criminalizar todo lo que se mueve, como lo hacen actualmente los fiscales penales de Salta, desde que el señor Abel Cornejo ejerce sobre ellos una autoridad absoluta.
El encarcelamiento de personas por asuntos de muy escasa cuantía parece estar siendo utilizado como una forma de proporcionar un barniz de autoridad a un poder que se ejerce, generalmente, de forma desnuda y brutal. Apenas si existen diferencias morales entre el policía sádico y corrupto que disfruta sumergiendo la cabeza de un detenido inofensivo en un balde de agua helada, y un fiscal que manda a detener a ciudadanos y ciudadanas casi por nada, y se solaza viendo cómo los imputados doblan las rodillas ante su intimidante presencia, en un interrogatorio practicado en la oscuridad, sin ninguna garantía. El sistema castiga los abusos y las vejaciones policiales, pero jamás el fino sadismo de los fiscales y su apartamiento de la Ley.
Este es un problema de nuestro sistema punitivo, sin dudas. Pero es todavía más claro que estamos ante un problema político cuya resolución compete en primera instancia al Gobernador de la Provincia.
Por supuesto que el Gobernador debe respetar la independencia de los magistrados y no inmiscuirse en los procesos judiciales; pero de ningún modo puede mirar hacia otro lado cuando debajo de sus propias narices se está reproduciendo a gran velocidad una casta que, con la excusa de proteger los Derechos Humanos, los vulnera a su gusto, cada vez que la libertad de las personas cae en sus manos.
Quizá no haya baldes con agua helada en las fiscalías penales de Salta, pero de que allí abunda el sadismo y reina la represión más primitiva, hay pruebas suficientes y muy pocas dudas.