
A estas alturas, es ya muy difícil (por no decir imposible) que la reforma que se está fraguando en silencio y que tiene por exclusivos protagonistas a los operadores más oscuros y maquiavélicos del establishment político de las últimas décadas termine beneficiando de algún modo a los nueve jueces y juezas que ocupan asiento en la Corte de Justicia de Salta.
La situación ya no es ni siquiera parecida a la que vivimos entre 2017 y 2018, cuando unos jueces -a los que el poder político de entonces les había calentado malamente la oreja- se juramentaron para sacar a flote, a como dé lugar y sin importar quién se interponga en su camino, su propia reforma.
Lejos en el tiempo han quedado los intentos de estimar de forma acrítica las dos acciones populares de inconstitucionalidad (tan absurdas como endogámicas) que pretendieron en su día declarar, sin ninguna intervención del soberano, que los actuales jueces de la Corte de Justicia debían desempeñar su cargo de forma vitalicia.
Hoy, más del 90 por cien del arco político rechaza la posibilidad de perpetuar a los jueces. Muchos -afortunadamente- se han convencido de que la temporalidad de su desempeño es (dentro de lo malo) lo que mejor contribuye a reforzar las garantías de imparcialidad y de independencia judicial; y no falta quien afirme ahora que un solo mandato (breve) sin posibilidad alguna de reelección es mejor solución todavía.
Los actuales jueces y juezas de la Corte de Justicia tienen frente de sí un panorama muy particular. Pueden pasar a la historia si se produce alguna de estas tres circunstancias, que se excluyen entre sí:
1) Que sean ellos los primeros desde la Constitución de 1986 en desempeñar su cargo de forma vitalicia.
2) Que sean ellos los únicos a los que la próxima reforma de la Constitución dejará de lado, recortándoles sus mandatos.
3) Que sean ellos los únicos que, en un acto de valentía republicana detengan el proceso de reforma constitucional en curso, poniendo de manifiesto los horribles vicios que afean y anulan todo el proceso y que adviertan sobre la necesidad de un debate amplio y pausado en el que los ciudadanos ocupen el lugar que el poder político hoy se empeña en conceder a las disfuncionales y oligárquicas estructuras partidarias.
Entre el riesgo de que se produzca la circunstancia número dos y las posibilidades ya muy estrechas de que se produzca la número uno, cualquier juez o jueza con la cabeza bien implantada sobre sus hombros no dudaría en explorar la tercera vía.
Es preferible (no solo para los jueces y juezas sino también para los ciudadanos) hacer historia mediante una decisión valiente que esperar a que otros les pongan un zapato encima y los humillen públicamente.
Y en el caso (no tan improbable) de que esos jueces y juezas esperen algún beneficio de la humillación, siempre será mucho más honorable y deportivo que el beneficio (si algún día se alcanza) emerja en un proceso de reforma transparente, sereno y consensuado, a que se produzca como consecuencia de un trapicheo coyuntural de cúpulas que tendrá -por pura lógica- una andadura muy breve y no dejará ninguna huella en nuestra sinuosa historia institucional.
Esa veleidosa dama
Muchas formas hay de llenar páginas en la historia. Una es protagonizando una afrenta pública (es decir, exponiéndose a la vergüenza y deshonor que normalmente produce la adopción de una decisión dañina para el conjunto de la ciudadanía). La otra, sin dudas, consiste en ponerse firmes y utilizar los poderes que se han puesto en nuestras manos para servir al prójimo y para poner al poder político en el lugar que le corresponde.La Corte de Justicia puede hacer historia, de una forma o de otra. Solo ellos pueden hacerlo. Y deben hacerlo ahora, puesto que ningún ciudadano entendería que, por comodidad o por complicidad con el poder político de turno, dejaran caducar los plazos o de algún modo intentaran esquivar el pronunciamiento valiente y ajustado a Derecho que se espera de ellos.