
Aun los que piensan que la democracia es la suma (o la superposición) de una serie de pasos o procedimientos más o menos estandarizados, sostienen que no basta con que se convoquen periódicamente elecciones libres. Para que haya un mínimo de democracia, los electores han de ser capaces de elegir entre alternativas reales (es decir, entre candidaturas que ofrezcan a la sociedad diferentes programas de gobierno).
La existencia de alternativas reales depende, a su vez, de un dato de la realidad que constituye el cimiento de cualquier democracia que presuma de tal: el que los electores sean capaces de distinguir entre unos y otros. Es decir, a los electores se les debe facilitar la correcta evaluación de la trayectoria de los distintos candidatos y de sus partidos. Y hacerlo en términos muy simples. Cuando la estrategia consiste en mezclar en diferentes listas a candidatos buenos y malos, de procedencia muy diversa y de historia desigual y dudosa, el screening process que debe efectuar el elector se torna sumamente dificultoso y a menudo bloquea su capacidad de elección.
Cuando no es posible llevar a cabo esta elección tan elemental, sea porque la oferta electoral es muy confusa, sea porque el partido hegemónico intenta ocupar todos los espacios y penetra sin recato en el resto de los partidos hasta vaciarlos y volverlos inútiles, el elector no encuentra alternativas reales y la democracia se torna imposible.
Todo esto puede provenir de un accidente o -como sucede en el caso de Salta- de una especie de cultura de la confusión, que hasta hace poco venía siendo alentada por una parte del peronismo que se considera a sí misma transversalista, pero nunca por el Gobernador de la Provincia en persona.
Cuando faltan pocas semanas para las elecciones (tanto nacionales como provinciales) pocas dudas caben de que si el gobernador Gustavo Sáenz hubiera querido, la oferta electoral dirigida a los salteños habría sido mucho más clara y transparente de lo que al final ha sido.
Pero entre los malos consejos y la obsesión por no perder las elecciones se ha producido un cóctel explosivo en el que el principal sacrificado es el ciudadano de Salta y, con la anulación de su capacidad para elegir, también nuestra precaria democracia aparece como víctima.
Solo los cálculos de un mal resultado han impulsado a Sáenz a poner un pie en cada una de las orillas de la grieta, contentando a kirchneristas y macristas por igual, en una operación de equilibrio político que supera por grandes longitudes las habilidades funambulistas de nuestro Primer Mandatario.
Cuando la votación haya concluido, cuando se hayan renovado las cámaras legislativas y los concejos deliberantes, cuando hayamos elegido a los sabios y sabias que van a reformar nada menos que a nuestra Constitución provincial, habremos perdido una oportunidad importante de mejorar nuestra democracia aparece como víctima.
Cuando al día siguiente de la votación Sáenz se congratule del resultado (cosa que ocurrirá fatalmente, puesto que él ha comprado todos los números de la rifa), comenzará sin dudas otra etapa de su gobierno: una etapa diferente en la que nuestra democracia será mucho peor de lo que lo era ya en diciembre de 2019, cuando Sáenz se hizo cargo del gobierno.
Este no es un buen papel para Sáenz, a pesar de que sus consejeros áulicos le puedan haber dicho lo contrario. Hoy por hoy, acumular más poder en Salta no es signo de más democracia sino de menos.
Sería muy interesante que los que en Salta echan sapos y culebras contra el nepotismo liberticida del comandante Daniel Ortega, los que denuncian los excesos y carencias de la dictadura cubana y los que disparan con munición pesada contra el gobierno de Nicolás Maduro, como lo hace por ejemplo el senador Juan Carlos Romero se dieran cuenta de que su contribución personal al mejoramiento de la democracia en Salta se encuentra a la altura de estos dictadores paternalistas que tanto daño están provocando a sus pueblos.