
No por esperada, esta noticia ha sentado bien a una significativa cantidad de ciudadanos españoles. A unos, porque la medida -condicional y limitada- les ha parecido «insuficiente» y alejada del «gesto político» que esperaban del gobierno español; a otros porque el presidente Sánchez se ha tragado su promesa de no indultar «jamás» a los sediciosos y concede ahora la gracia a unas personas que, sin cortarse un pelo, han anunciado que, en cuanto puedan, volverán a delinquir, sin que les importe las consecuencias.
A decir verdad, el indulto ha conformado, por el momento, a un grupo bastante reducido de personas, que son las que piensan que con la liberación de los presos se abre una nueva etapa de «diálogo y concordia» entre el gobierno de España y el independentismo catalán.
Unos pocos días antes, a diez mil y pico de kilómetros de distancia de la Península, las normas sanitarias establecidas por el gobierno competente sobre el territorio (el provincial de Salta) fueron anuladas de un plumazo por alguna autoridad menor y manifiestamente incompetente del gobierno federal que permitió que un centenar de «militantes» afines al Presidente de la Nación rompieran el cordón sanitario establecido por el gobierno provincial en los actos oficiales de Güemes y se acercaran -«a saludar» dicen ellos- al mandatario visitante.
Sé que es bastante arriesgado conectar un suceso con el otro y encontrarles algún punto en común. Pero lo primero que se me ocurre pensar es que, de alguna manera, nos estamos acostumbrando (si es que no lo estamos ya) a que la política se imponga sobre la ley, y que se imponga las veces que a los políticos se le antoje o mejor les convenga.
La idea de «la política creadora del Derecho» es sencillamente nefasta. En Cataluña, en Salta o en la China. Hasta la rebeldía está regida por reglas racionales que estamos obligados a observar.
Entiendo que algunos políticos no se sientan cómodos cuando su omnipotencia se enfrenta a determinadas normas que les dicen: «¡No pasarás!». Lo que no entiendo es que, sin hacer el más mínimo intento de cambiarlas, esos mismos políticos deciden traspasar las vallas legales por las bravas y -lo que es peor todavía- deciden hacerlo en nombre de la política y de la democracia, que les manda a hacer justamente lo contrario.
Incumplir las leyes puede ser todo lo democrático que se quiera (en la medida en que la osadía esté respaldada por la voluntad de la mayoría) pero está muy lejos de ser una actitud política. Al contrario, no hay nada más destructivo de la política y de la convivencia que la violación de las leyes.
Como ha escrito en estos día el filósofo Fernando Savater, lo que fomenta la convivencia democrática es el respeto y el temor a la norma compartida, y no el perdón o la indulgencia a los que han transgredido las normas que nos hemos dado para convivir.
Sea que el motivo fuese el nacionalismo independentista o las simpatías militantes, no hay nada que justifique que arremetamos contra las leyes e ignoremos sus prohibiciones, en nombre de la pasión política o de la legitimidad democrática. Yo díría que, más que antipolítica, esta forma de comportarse es absolutamente incivilizada, en tanto representa el regreso a los remotos tiempos del imperio de la ley del más fuerte.
También tengo que decir, que fueron los gauchos -hoy convertidos en víctimas llorosas de la afrenta militante- los que primero propusieron saltarse la ley, convocando a desfilar y a «tomar la Provincia» el 17 de junio en nombre del tradicionalismo y los «derechos ancestrales» de una casta cada vez más descolorida y cada vez más enfrentada a la razón común.
Es verdad que los indultos no borran el delito, ni la pena cumplida, no dicen de modo alguno que la sentencia condenatoria ha sido injusta o contraria a Derecho. Para eso están los tribunales, y todavía no se ha pronunciado sobre la condena a los políticos catalanes el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Hay que esperar.
Pero los indultos -aun los que parecen necesarios o reparadores- representan la expresión de la tolerancia del Gobierno hacia los comportamientos frontalmente contrarios al Estado de Derecho. Nadie duda de que el Gobierno puede ejercer el derecho de gracia con arreglo a la Constitución y a las leyes, pero en una democracia bastante rodada como la española hay un consenso generalizado (y se creía que duradero) en torno a que indultar a políticos que han cometido delitos (sea económicos o políticos, como en este caso) no es una solución aceptable.
El mero «disgusto» tampoco alcanza para sanear las consecuencias de una omisión grave de cumplimiento de las normas. El Gobernador de Salta o sus ministros no pueden salir a decir que están «concernidos» o «indignados» por el salto de la soga de los militantes fernandokirchneristas. Con independencia de lo que puedan hacer los fiscales, de cualquier pelaje y jurisdicción que sean, lo importante para los ciudadanos y para nuestra democracia es saber que el gobierno provincial reacciona exigiendo responsabilidades políticas concretas y tangibles a quienes favorecieron, alentaron, propiciaron y permitieron la transgresión. Llorar, podemos llorar todos.
Si el Gobernador de Salta no ha adoptado ninguna decisión al respecto y todas las piezas por él desplegadas siguen firmes sobre el tablero, es porque su idea del Estado de Derecho es parecida a la del presidente Pedro Sánchez, en el sentido de que la política puede y debe hacer un bollo con la ley y declarar la soberanía de los políticos por encima de los derechos y libertades de los ciudadanos individuales, cuando las circunstancias (por ejemplo, unas elecciones a la vista) así lo justifican.
Sin dudas, vivimos días muy tristes para el Estado de Derecho, que es el que nos hace -aunque sea formal e incompletamente- iguales. Pero en Salta, vale más un militante que un gaucho; un gaucho, a su vez, vale más que un ciudadano; y todos juntos valen menos que el político de menor envergadura. Y en España parece que tienen más valor los que transgreden la Constitución en un arrebato de pasión localista que quienes silenciosamente la observan y la obedecen todos los días de su vida.
Soy perfectamente consciente de que el mejor Estado de Derecho no conseguirá borrar estas injustas diferencias; pero también sé que la política desbocada (erigida en reina por encima de cualquier norma) el voluntarismo, la arbitrariedad y la transgresión solo nos traerán más injusticias y más desgracias.