
Cinco décadas después, los ciudadanos disponen de otras herramientas -algunas incluso más valiosas que los debates cara a cara- para evaluar a los candidatos, comprobar su idoneidad y establecer claras diferencias entre unos y otros.
A pesar de esta evidencia, en Salta, en pleno 2015, los candidatos todavía se desafían a debatir, se dan citas públicas en tono amenazante, como si fuesen a batirse a duelo, y se acusan mutuamente de cobardía en caso de rehusar una invitación (o una intimación) a sentarse frente al adversario.
No hay dudas de que asistimos a un espectáculo propio de una época felizmente superada.
La historia reciente de las campañas electorales en nuestra Provincia enseña que los debates cara a cara no sirven para nada. No solo porque no deciden las elecciones (éstas son resueltas siempre por la posesión de la mayor cantidad de dinero) sino porque, desde hace décadas, los candidatos carecen de la preparación necesaria para convertir un debate presencial y sincrónico en una herramienta útil para los ciudadanos y provechosa para la democracia.
Hasta finales del siglo XX los debates cara a cara eran de algún modo necesarios, entre otros motivos, porque entonces era muy difícil sostener un debate ilustrado a través de la prensa libre. Porque no había ni ilustración y, mucho menos, libertad de prensa.
Pero hoy la situación es bastante diferente, porque los candidatos pueden, si se lo proponen, debatir de mil formas y someterse al escrutinio ciudadano a través de cientos de canales. Otra cosa es que quieran hacerlo.
¿Qué sentido tiene esperar que dos señores se sienten a debatir frente a un auditorio si son incapaces de escribir tres párrafos para resumir su pensamiento y sus intenciones políticas?
Más que debates estructurados como espectáculos mediáticos, lo que los ciudadanos necesitan para ejercer mejor su derecho a elegir es que los candidatos expongan sus ideas y las confronten, de una forma clara, metódica y ordenada. Y que lo hagan en medios públicamente accesibles, sin restricciones, de forma transparente y en condiciones de estricta igualdad.
La mayoría huye de este tipo de confrontación por carecer de ideas sustantivas capaces de movilizar al electorado. Otros recelan del debate abierto, permanente, asincrónico y plural porque carecen de la capacidad necesaria para exponer con claridad y coherencia lo que pretenden. Otros, finalmente, le escapan al debate porque mientras más confusión y oscurantismo haya en tiempos de elecciones, los resultados serán mejores para ellos. En casi todos los casos, la ineptitud para debatir es suplida por el dinero, la propaganda, la manipulación y el bombardeo de consignas.
¡Por supuesto que hay que obligar a los candidatos a debatir! Pero pidámosle que escriban, que se enfrenten públicamente en blogs y redes sociales. Que nos enseñen sus publicaciones, que impriman y distribuyan sus discursos, que nos digan dónde están sus vídeos; que nos muestren sus cuadernos de la escuela, sus carpetas del colegio, sus libretas de calificaciones. Que se sometan a las preguntas e inquietudes de los ciudadanos y de organizaciones sociales libres, neutrales e independientes.
Nada de esto se consigue en un debate cara a cara de una hora y media. Tenemos que ser muy exigentes, como el examinador más riguroso, y someterlos a las pruebas dialécticas más duras, sin piedad ni contemplaciones, porque es nuestro derecho como ciudadanos.
Son ellos los que nos han de servir a nosotros y no nosotros a ellos. Cuando votamos, somos sus jueces. Las campañas son verdaderos juicios públicos. Procuremos que sufran como chanchos atados con alambre para conseguir lo que se proponen. Hagámosle saber que no queremos que utilicen las tecnologías y las redes sociales como vehículo de propaganda, sino como canales abiertos de debate y deliberación.
Y castiguemos, no tanto al que se niegue a acudir a un estudio de televisión a echarse los trapos sucios a la cara, sino al que oculta a los ciudadanos sus verdaderas intenciones, al que se niega a poner por escrito su programa electoral, al que no quiere debatir por miedo a que los ciudadanos sepan que es exactamente igual a su adversario, al que mal utiliza las redes sociales, al que gasta fortunas en comprar periodistas y al que teme enfrentarse -no ya al contrario- sino a aquellos cuya confianza pretende obtener a través del voto.