
En un mismo día, y por razones más vinculadas al calendario que a las preferencias personales de quien escribe, me ha tocado escuchar el primer discurso que el presidente Joe Biden ha dirigido al Congreso norteamericano, y, pocas horas más tarde, torturarme con la discusión de rancho entre dos políticos en saludable y visible retroceso: el expresidente de la Cámara de Diputados de Salta, Santiago Manuel Godoy, y el ex monje negro de Urtubey, el señor Juan Pablo Rodríguez.
Tengo que admitir que, al igual que a Biden, me produjo una enorme satisfacción comprobar que, por primera vez en la historia de aquel país, detrás del presidente había dos mujeres en los asientos más importantes del estrado: Nancy Pelosi, la demócrata que preside la cámara baja con el título de speaker of the United States House of Representatives, y Kamala Harris, vicepresidenta del país y presidenta del Senado. ¿Cuántas mujeres han presidido las cámaras de la Legislatura salteña?
A poco de comenzar su discurso, Biden dijo a los congresistas: «It's good to be back». Sus palabras fueron un poco más importantes que aquel sonoro «I'm back, baby!» con el que Frank Costanza anunció al mundo que retomaría el arte culinario, después del trauma de más de cuatro décadas que le produjo ver a dieciséis de sus mejores hombres en la guerra de Corea deshidratarse en las letrinas después de haberles dado de comer carne de buey de Texas que llevaba tres semanas vencida.
A Biden solo le faltó invocar el nombre del infortunado Bobby Colby (el soldado que voló 18 horas desde Inchon, Korea hasta Cleveland, Ohio sentado sobre un corcho, con un cráter en el colon del tamaño de una costeleta) para pintarles con más precisión a los congresistas el drama que vivía aquel gigantesco país hace un poco más de 100 días atrás, acorralado entre el virus y el avance de un populismo casi irreductible.
Pero el presidente norteamericano no le dedicó mucho tiempo al pasado. En un mensaje cargado de esperanza, dijo: «en los Estados Unidos siempre nos levantamos», recordando que solo hace 100 días atrás el país «estaba en llamas».
Pocos gobernantes en el mundo pueden presumir de tanto en tan solo 100 días de trabajo. Biden no solo destacó la tasa de vacunación, el plan de recuperación de la economía americana, el plan de estímulo de casi dos billones de dólares (2 trillion), su propuesta de revolución de las infraestructuras, el American Jobs Plan, y su última idea audaz, el American Families Plan, sino que también habló de empleo, de reforma policial, de control de armas y de la lucha definitiva contra el cáncer.
Casi sin levantar la voz y con gestos sosegados que hicieron olvidar el estilo áspero y crispado de su rubicundo predecesor, el presidente Biden entregó al país un mensaje esperanzador. Y también al mundo, porque aunque dio «la bienvenida a las ideas», invitó a sus compatriotas a la acción con una frase que quedará para el recuerdo: «El resto del mundo no nos está esperando; no hacer nada no es una opción».
Uno de los pasajes que más he disfrutado ha sido aquel en el que el presidente pidió a sus compatriotas la unidad frente a la amenaza de lo que el llamó «los países autoritarios», cuyos líderes creen que el asalto al Capitolio ocurrido el pasado mes de enero es una prueba de que «el sol se está poniendo sobre la democracia estadounidense».
Podemos simpatizar más o menos con los norteamericanos y con su forma de resolver los problemas, especialmente los externos, pero no podremos negar jamás que su democracia ilumina y guía como un faro a las demás democracias del mundo. Biden ha dicho: «Tenemos que demostrar que la democracia todavía funciona, que nuestro gobierno todavía funciona y puede cumplir con la gente».
Regreso al terruño
Después de este formidable shot de esperanza democrática, pletórico de referencias al futuro, que muchos de los que, como yo, lo presenciaron en rabioso directo lo calificaron de «presidencial», «solidario», «inspirador» y «audaz», me tocó en suerte cambiar de canal y enfrentarme con resignación a los argumentos cruzados con los que el Indio Godoy y el exministro de Urtubey Juan Pablo Rodríguez intercambiaron gentilezas y razonaron, con una altura filosófica digna de los clásicos, acerca del valor de la lealtad y la corrección política del «agradecimiento».No solo el futuro ha estado ausente de este intercambio: Tampoco ha habido una sola palabra acerca del bienestar de los salteños, tan castigado tanto por uno como por el otro. Es evidente que si la calidad de vida democrática de los salteños dependiera de la calidad y la profundidad de las ideas de estos dos pequeños traficantes de sopapos es que ni el discurso de Biden, con toda su carga de emotividad, sería capaz de devolvernos el optimismo. No habría voltaje suficiente en el mundo para que un electroshock nos devolviera la coherencia y la esperanza.
El más grave problema que tenemos en Salta, en estos momentos y desde hace varias décadas, es que nuestra política se desenvuelve en un nivel muy parecido al de nuestros dos cockfighters. Las discusiones -cuando las hay- suelen ser así de profundas, así de contundentes, así de breves.
Pero su contribución al enriquecimiento del mundo de las ideas y al desarrollo democrático se puede medir por los resultados. De entre todos los indicadores objetivos, escogería como el más fiable el que mide la salud de los partidos políticos, a los que tanto Godoy como Rodríguez han contribuido, cada uno con su estilo y sus tiempos, a desfigurar hasta volverlos no solo irreconocibles sino también inútiles.
Algún escritor muy imaginativo puede inmortalizar los fracasos de uno y otro en un libro, pero ni la literatura ni la historia podrán eximir a los dañinos del implacable juicio popular.
Por eso que si no fuera por Biden, esta es la hora en que los que creemos en la democracia y en la libertad deberíamos rendirnos sin antenuantes frente a los autoritarios, los demagogos y los manipuladores, que no solo nos han ganado la batalla sino también, probablemente, el reino de los cielos.