¿Es sensato pensar en 'despolitizar' al Poder Judicial?

  • El tardío y fragmentario debate sobre la reforma constitucional en Salta ha vuelto a poner sobre la mesa el clásico tema de la 'politización' de la justicia.
  • Reforma de la Constitución de Salta

Como alguna vez escribió el catedrático de Derecho Administrativo Francisco Sosa Wagner, la política, la Justicia y la independencia de los jueces son asuntos que participan de la sustancia del mito del eterno retorno, presentes siempre como están en cualquier singladura histórica.


Entre nosotros, los partidarios de «despolitizar» la justicia son aquellos que consideran al Poder Judicial como un mero servicio público (parecido al que se presta en los hospitales o en las escuelas) y pierden de vista, en consecuencia, que estamos ante una función esencialmente política del Estado, que este se encuentra obligado a ejercer por razones que son eminentemente políticas.

Voy a dar un solo ejemplo para intentar disipar todas las dudas: Hemos encargado al Poder Judicial que controle que la actividad de todos los poderes del Estado se desenvuelva en el marco de las normas establecidas por nuestra Constitución. Es esta una función política y es, además, un función clave, en la medida en que el control de constitucionalidad atribuido al Poder Judicial es una de las garantías fundamentales del proceso democrático.

Quienes reclaman la «despolitización» de la judicatura creen que un objetivo como este se puede alcanzar con un mínimo retoque constitucional. Piensan que con solo ajustar las palabras a sus deseos, con un poco de ingenio verbal, los salteños vamos a conseguir lo que ningún país del mundo ha conseguido; esto es, que los jueces sean juristas de reconocido prestigio, hombres y mujeres intachables que, al mismo tiempo, carecen de ideología, de compromisos, de inclinaciones y de preferencias. No es sensato pensar que metiéndole mano a dos párrafos aislados vamos a conseguir asegurar absolutamente algo tan subjetivo como la imparcialidad o la exclusiva subordinación a los intereses generales.

El problema, a mi juicio, no se encuentra en las funciones políticas del Poder Judicial ni en la influencia de las ideologías, las presiones del gobierno o las que provienen de los partidos políticos, así como tampoco en la forma en que los jueces son designados. El problema es que nuestros magistrados, cualquiera sea la forma de su designación, no son independientes ni hacen ningún esfuerzo por apartentar serlo. Expresado de otra manera, el problema es la cantidad de incentivos que encuentra un magistrado para sacrificar su independencia. Por tanto, una de las primeras cosas que debemos sentarnos a revisar, sin dudas, es el valor que hoy tiene entre nosotros el dogma civil de la división de poderes.

Desde luego, no vamos a lograr que los jueces sean independientes creando un segundo Consejo de la Magistratura de alto vuelo para que seleccione a los integrantes de la Corte de Justicia. Ni aunque baje Cicerón a tomarles un examen de idoneidad vamos a conseguir que los seleccionados sean más independientes que los que fueron designados sin concurso.

Por supuesto, es mucho más fácil reformar la Constitución y cambiar el sistema de designación de los jueces supremos que adoptar medidas efectivas para asegurar su independencia, tanto externa como interna. En esta comparación se advierte con más nitidez la línea que separa la realidad de nuestras necesidades de los fantasiosos dominios de la demagogia.

Llegados a este punto, tengo que volver a insistir en la idea de que el mantenimiento de las actuales competencias de la Corte de Justicia de Salta hará inútil cualquier intento de reformar el mecanismo de designación o la duración de sus jueces, en cualquier momento que se intente hacer algo como esto.

Muchas veces he dicho -y debo repetirlo ahora- que, si queremos rescatar al Poder Judicial para el proceso democrático, se debe proceder, sin dilación, a repartir las actuales funciones de la Corte de Justicia en cuatro o cinco órganos diferentes, formalmente independientes entre sí, con mecanismos de designación distintos y mandatos variables, según la función encomendada.

Ahora bien, antes de hacer eso, tenemos que acabar con el ejercicio antijurídico y dictatorial de la potestad reglamentaria reconocida a la Corte de Justicia por nuestra Constitución.

La Corte de Justicia no puede, so pretexto de ejercer su potestad reglamentaria para el mejor desempeño de la función judicial, ni reglamentar las leyes, ni dictar normas procesales o laborales, ni albergar registros administrativos, ni gobernar la estructura judicial como si fuese un ghetto, desconectado de otras estructuras administrativas.

En base a este poder, cuyo manifiesto abuso la mayoría de los operadores jurídicos de Salta ha tolerado y sigue tolerando, nuestros jueces supremos se han convertido en activistas y han renunciado a jugar el papel de máximos garantes del proceso democrático, que la Constitución les atribuye.

Como bien ha puntualizado un esclarecido juez letrado de la Provincia de Salta, permitir a los jueces de la Corte de Justicia establecer las normas y juzgarlas al mismo tiempo (sea en un concurso interno o en un proceso jurisdiccional), es más o menos como jugar un partido de fútbol sabiendo que el árbitro, en vez de aplicar el reglamento de este deporte, va a definir sobre el mismo terreno las reglas que él en cada momento considere convenientes.

Debemos hacer un esfuerzo por afianzar la independencia judicial, que en nuestro caso particular no significa tanto desconectar las estructuras judiciales de la política (un objetivo poco realista) como reducir el activismo judicial, que no solo nace del uso desviado de la potestad reglamentaria sino, especialmente, de la variedad de funciones (administrativas, jurisdiccionales, políticas, electorales, gubernativas y disciplinarias) que ejerce un cuerpo que debería estar sujeto a controles democráticos rigurosos, pero que, en su ensimismamiento narcisista, los rechaza con un desparpajo que solo es comparable a la más elevada de las convicciones filosóficas.

Por supuesto que debemos evitar que la política contamine los procesos jurisdiccionales, pero cuando somos conscientes de que algo como eso sucede, dirigimos la mirada inmediatamente hacia los jueces, cuando en realidad tendríamos que dirigirla hacia los políticos que presionan en busca de favores y decisiones «personalizadas». Las corruptelas procesales siempre son cosa de dos, no de uno solo.

Cuando los jueces se dediquen solamente a juzgar y a hacer ejecutar lo juzgado (es decir, cuando ejerzan el auténtico y verdadero «poder judicial») podremos darnos el lujo de pensar en cortar los lazos espurios que vinculan a la judicatura con la política. Pero mientras algunos jueces sigan considerando que ellos encarnan aquella divinidad que crea y armoniza el universo, y jueguen a inventar el derecho (cuando su función, mucho más modesta, solo consiste en declararlo) nada de lo que hagamos surtirá el efecto esperado. Ni los que sueñan con la elección de jueces por el voto popular están absolutamente seguros que tal forma de designación no sea también «política».

Con la Corte de Justicia de Salta no se puede hacer otra cosa que practicar cirugía mayor, pero nunca antes de alcanzar a comprender de forma cabal su peculiar y complicada orografía institucional. Lo que proponen nuestros más fervientes «despolitizadores» con su idea de crear un segundo Consejo de la Magistratura para que seleccionen a los más altos jueces es colocar un par de curitas en la herida (no hablo del cura Crespo, precisamente) y sentarse a esperar.