
De este modo, los ciudadanos y los especialistas teníamos bastante claro que el poder constituyente era aquella potencia originaria, extraordinaria y autónoma del cuerpo político de una sociedad, con plena capacidad para elaborar y sancionar las normas fundamentales para la organización y funcionamiento de su convivencia política y jurídica.
El «poder constituyente originario» era, en palabras de SÁNCHEZ VIAMONTE, la “suprema capacidad y dominio del pueblo sobre sí mismo al darse por su propia voluntad una organización política y un ordenamiento jurídico”.
Por el contrario, desde que se ha abierto camino la distinción entre constituciones flexibles y rígidas, (las segundas son aquellas que establecen un procedimiento agravado de reforma como expresión del poder instituido diferente de la potestad legislativa), tenemos bastante claro también que el recurso a la reforma de la Constitución solo debe ser puesto en acción cuando haya bienes jurídicos consensuados que deben quedar fuera del alcance de la potestad y la función legislativa contingente.
La doctrina nos enseña que el poder instituido de reforma posibilita practicar ajustes en la Constitución, manteniendo la continuidad e identidad de la misma y la de sus principios fundamentales. Es decir, que por mínimos que sean, estos ajustes nunca son «menores», como pretenden que nos creamos. El poder de reforma reside, como no podría ser de otro modo, en órganos constituidos representativos de la voluntad popular, de referéndum o plebiscito, o bien de procedimientos combinados de democracia representativa y democracia directa.
Pero ocurre que la reforma constitucional -dentro de un Estado constitucional de Derecho- sólo es legítima en la medida en que sus fines y medios sean democráticos y compatibles con la idea de derecho básica, con el contenido fundamental o la fórmula política contenida en la Constitución. Así nos lo ha enseñado el profesor Pablo LUCAS VERDÚ.
Lo que teníamos más o menos claro ha comenzado sin embargo a oscurecerse desde que la Legislatura de Salta (y el gobierno) han confundido -todo indica que interesadamente- la reforma parcial de la Constitución de Salta con una reforma minimalista. Nuestra Constitución nada dice acerca de que las reformas parciales deban ser sencillas, breves, expeditivas o ser precedidas de «poca discusión». Aquí se ha equivocado el gobierno.
El poder de reforma constitucional es un poder constituido de carácter temporal y del máximo nivel. Es, en este sentido, un poder creado y regulado por la propia Constitución, y, por tanto, en la interpretación del alcance o extensión de sus facultades jamás puede perderse de vista el hecho de que nuestra Constitución no ha dado vida a ninguna institución «simple» y que, por tanto, no prevé que el ejercicio de ninguno de los poderes públicos que de ella emanan (mucho menos el poder de reformar la Constitución) sean «sencillos», «rápidos» o «minimalistas».
Es evidente, como afirma Gustavo ZAGREBELSKY, que el poder de revisión constitucional no es el poder constituyente originario y no tiene por qué estar sometido a las mismas reglas. Antes al contrario, el poder de revisión constitucional es un poder constituido, sometido plenamente a la Constitución, aunque se trate “del poder dotado de la máxima eficacia jurídica entre todos los previstos en el ordenamiento actual”.
Está claro que este poder tiene sus límites, pero que también tiene su espacio de despliegue, su ámbito propio y sus tiempos, y ninguno de estos puede ser arbitrariamente restringido por quienes piensan que el poder de reforma es un «simple detalle» de nuestra Constitución y que se puede ejercer, llegado el caso, como un intrascendente «poder de retoque».
No es eso lo que ha previsto nuestra Constitución en sus artículos 184 y 185, pero esa es la dirección a la que apuntan el gobierno y la ley 8239 de la Legislatura provincial.
Es decir, que allí donde la Constitución exige para poner en acción al poder instituido de reforma una ley absolutamente respetuosa de la Constitución, para el ejercicio del llamado «poder de retoque» sería suficiente una ley «a la que te criaste», una ley discutida y sancionada a los ponchazos. Y esto no es así.
El razonamiento de los «minimalistas» es muy sencillo, pero al mismo tiempo es muy peligroso: «Para lo poco que se va a reformar, ¡qué importa si la ley que precede la reforma es inconstitucional o no!».
Estamos pues ante un escenario de abierto desprecio hacia la seriedad y consistencia del poder de reforma instituido, al que un poder inferior y, en todo caso, diferente (el Poder Legislativo) no puede introducirle matices ni enmiendas a su gusto, y menos por cuestiones de oportunidad o conveniencia política. El poder de reforma se ejerce tal cual lo prevé la Constitución vigente o no se ejerce de ningún modo.
La Constitución de Salta se «reforma por materias» y no se «retoca por artículos», como pretenden el gobierno y los legisladores provinciales. Y aquí participamos todos. Si solo uno de nosotros falta, si uno solo se ve privado de su derecho a participar en la reforma, el «poder de retoque» no habrá hecho otra cosa que tocar la puerta de ese gigante dormido al que llamamos poder constituyente originario, cuando no, habrá encendido la llama de algo mucho más profundo e innovador que en algunas latitudes llaman con el augusto nombre de revolución.
Razones para ser sensatos y prudentes afortunadamente no nos faltan.