A dos días de la muerte de Ulloa, Romero agita el 'orgullo salteño' como respuesta a los elogios al fallecido

  • El exgobernador y senador vitalicio por Salta, Juan Carlos Romero, nunca se ha caracterizado ni por su buen gusto ni por su sentido de la oportunidad. Lo ha demostrado esta vez haciéndose entrevistar en el diario de su propiedad, a solo dos días del fallecimiento de su antecesor (y sucesor de su padre) Roberto Augusto Ulloa. La entrevista es su reacción personal frente a los elogios fúnebres que la sociedad salteña ha dedicado al exmandatario fallecido.
  • Una reacción despojada de elegancia

En un gesto patético, despojado de cualquier elegancia, Juan Carlos Romero ha demostrado lo mal que le ha sentado que políticos y personalidades independientes de casi todas las orientaciones ideológicas hayan destacado los méritos del fallecido Roberto Augusto Ulloa, ese «forastero» que aterrizó en este polvoriento territorio en 1977 y que calificó alguna vez a Salta como «una provincia inviable».


El desmedido y empalagoso autoelogio de Romero demuestra también la exacta coincidencia conceptual entre el «orgullo salteño» (un invento a la altura de su indisputada condición de fabricante de símbolos) y su orgullo personal, que, cada tanto, -y esto también ha quedado demostrado- necesita de una reparadora y refrescante mano de pintura.

Según Romero, Salta no solo es grande y próspera, sino que la grandeza y prosperidad de que disfrutamos es el resultado de la acción de gobernadores optimistas y constructivos como él, y no como Ulloa, que nos pintó un panorama sombrío allá por 1994.

Pero el «orgullo romerista» no solo supone una enmienda a la totalidad dirigida a las descorazonadas afirmaciones del marino de Pigüé, sino también una desautorización expresa y frontal a las declaraciones, mucho más recientes, del actual Gobernador, Gustavo Sáenz, quien, a mediados del pasado mes de enero y antes de que el coronavirus se descolgara de los cerros para invadir nuestro impoluto valle, llamó a todos los ciudadanos a admitir con humildad pero no con resignación que «Salta es pobre».

Con su entrevista, Romero no solo ha querido marcar las líneas que distinguieron su «próspero» gobierno de la etapa revuelta y conflictiva que le tocó presidir a Ulloa, sino también ajustar cuentas con quien se llevó por delante a su padre en las urnas y provocó la primera derrota de un candidato peronista en elecciones libres a Gobernador de Salta. Solo eso faltaba: que un militar que no había nacido en Salta y que además había sido designado gobernador de facto por una dictadura militar, le ganara limpiamente al «campeón de la democracia» y auténtico padre fundador de nuestro «orgullo».

Si Salta está herida y manchada de pobreza, como ha reconocido el propio gobernador Sáenz, el tardío balance del gobierno de Romero (1995-2007) no alcanza para desligarlo de las grandes carencias de la actualidad. Dejando a un lado el hecho de que Romero inauguró un tiempo desgraciado en el que la política fue sustituida por la ambición de poder y el interés general reemplazado por los negocios personales y familiares, no se debe olvidar que nuestro ilustre exgobernador no dejó de ser senador nacional por Salta ni un solo minuto desde que abandonara su cargo, el 10 de diciembre de 2007.

Pero si -como se puede leer en su autoentrevista- Romero no admite ninguna responsabilidad durante los años en los que fue Gobernador, mucho menos lo va a hacer en relación con estos últimos trece años, un periodo en que el que nuestro personaje ha ejercido una de las más altas responsabilidades del Estado, superando en tiempo (aunque no en clase ni en distinción) a la figura política con la que siempre vivió obsesionado: la de Robustiano Patrón Costas.

Quizá lo que se recuerde de este prolongado paso por el Congreso Nacional es que Romero se ha aferrado a su escaño como a un clavo ardiendo, pero no para trabajar por el progreso de una Salta hoy marginal y quebrada, sino para eludir, y de forma bastante eficaz, las citaciones a declarar ante la Justicia. A pesar de la inmoralidad de los acuerdos que en 2015 supusieron el precipitado final de las causas judiciales, se ha de recordar que Juan Carlos Romero fue el primer Gobernador de Salta a quien su sucesor le inició procesos penales por presunta corrupción. Quizá convenga recordar que, a pesar de su triunfalismo y sus críticas al pasado, Romero no llevó a Ulloa a los tribunales.

Como cualquier Gobernador, Romero ha tenido aciertos y errores. Él se pavonea por «sus obras», pero hasta las dictaduras más crueles y más ineficientes se han aferrado en algún momento al ladrillo para intentar disimular sus atropellos. Con obras o sin ellas, no se ha de olvidar que fue Roberto Augusto Ulloa el que libró finalmente a los salteños de la maldición económica de la cuasimoneda inventada por el voluntarismo romerista, que hundió las finanzas provinciales pero benefició a los amigos del poder y que en cualquier caso estableció las bases perdurables de nuestro Estado fallido.

Romero no debe olvidar que su «orgullo» está detrás de cada uno de los descalabros que se han producido en Salta desde 1983 en adelante. Particularmente, de los vergonzosos niveles de pobreza, de la enorme cantidad de ciudadanos que no tiene acceso al agua y al saneamiento, de la mala salud de nuestra población, de sus carencias educativas, de los enormes baches de seguridad y de la ineficiencia de las instituciones, empezando por el Poder Judicial.

En cuatro años, Ulloa hizo más por la decencia política en Salta que los Romero (padre e hijo, juntos o por separado) hicieron en dieciséis. Y esto es tan doloroso de admitir para algunas personas enfermas de orgullo que, para sanar la herida narcisista y para que los salteños sigan experimentando esa embriagadora sensación de vivir en Disneyland, ha sido necesario pisotear la memoria de un hombre que acaba de morir, cargando de inoportunos e inmerecidos elogios a quienes mal lo quisieron y que tanto daño han hecho a nuestra convivencia democrática.