
El año que nos ha tocado vivir, en Salta y en casi cualquier otro lugar del mundo, ha sido desgraciado, pero nos ha dejado lecciones muy importantes para nuestro futuro.
La primera de estas enseñanzas ha venido de la mano de la significativa rebaja de nuestro sentimiento de omnipotencia. A despecho de nuestro avanzado progreso científico y tecnológico, la humanidad ha demostrado ser cada vez más vulnerable frente a la naturaleza. Porque aunque nos empeñemos en predecir y -en su caso- atemperar los efectos de los fenómenos atmosféricos y geológicos, el complejo y cambiante universo de los microorganismos nos seguirá amenazando durante mucho tiempo.
La segunda lección está relacionada con la necesidad de expandir la solidaridad entre los seres humanos y mejorar sus mecanismos, sobre todo a través de las fronteras nacionales. La pandemia nos ha abierto los ojos y nos ha permitido ver que las soluciones parciales, regionales, nacionales, o aun continentales, no son efectivas y que es preciso que rememos todos en una misma dirección, así vivamos en países pobres, en países opulentos, en democracias avanzadas o bajo dictaduras implacables. Las campañas masivas de vacunación en los países ricos no conseguirán conjurar la amenaza sanitaria a menos que la inmunización sea igualmente efectiva en los países más pobres.
La tercera lección es que ningún objetivo de superviviencia se puede alcanzar en base a voluntarismo y a imposiciones autoritarias. La libertad perdida durante la pandemia no ha hecho otra cosa que fortalecer a la misma libertad, porque ha terminado de convencer a quienes aún no estaban del todo convencidos de sus beneficios y de su imperiosa e irreemplazable necesidad. La libertad -su conquista, su mantenimiento o su recuperación- tiene y tendrá siempre un solo camino: la política.
Es indudable que vivimos unos tiempos en los que la sensatez política es un lujo y que en nombre de la política y de la libertad se pueden cometer (y de hecho se cometen) los más horribles atropellos contra la dignidad de los seres humanos. Pero es que, muy a pesar nuestro, los enemigos de la política se han sabido camuflar dentro de ella y se las han ingeniado para sacar provecho de la confusión que afecta al entendimiento del ciudadano medio, que, entre tanto ruido y tanta absurdidad, prefiere desde luego negar la utilidad de la política más que exaltarla. Muchas veces, aun sacrificando sus aspiraciones de libertad y de progreso.
En algunos lugares, como en Salta, frente al desafío sanitario se ha optado por suprimir la política. Esta ha sido la actitud más consistente, la línea más visible, el rumbo más estable del gobierno que preside Gustavo Sáenz. Más que una crítica, esta es una constatación.
El Gobernador y sus aliados -muchos de ellos portadores de un pasado manchado de vergüenza- han pensado, y así lo han dicho, que «la política», tal y como la conocemos, no haría mejor cosa que retrasar las soluciones a los problemas urgentes que nos aquejan.
Pero este argumento es exactamente igual al que acostumbran a esgrimir los dictadores que oprimen a sus pueblos, prohibiéndoles expresarse libremente o suprimiendo a la disidencia. La dictadura y el autoritarismo son siempre caminos más cortos y efectivos para llegar a la solución de algunos problemas comunes, pero el precio que los ciudadanos pagan por estas soluciones rápidas es altísimo. La deliberación política es, para los dictadores, la madre de todos los males conocidos. Es una pena que también lo sea para los que gobiernan la Provincia de Salta.
Salta no es técnicamente una dictadura, pero -para qué vamos a engañarnos- tampoco es una democracia, ya que no basta para que un régimen de gobierno sea considerado como tal que se celebren elecciones cada cierto tiempo y que las instituciones previstas en la Constitución funcionen con cierta regularidad. También se requiere de un amplio espacio de ejercicio para las libertades cívicas y políticas, de una protección razonable y eficaz de las minorías, de mecanismos accesibles y objetivos de control de la tarea de gobierno, de reformas progresistas y de esfuerzos por limitar el poder. Todo esto falta en Salta, y falta no solo porque los ciudadanos concernidos son incapaces de ponerse de acuerdo para alcanzar estas metas, sino porque el gobierno es el primer interesado en que no se alcancen.
Con todos los contratiempos que hemos vivido los salteños durante 2020, deberíamos ya haber alumbrado diferentes caminos para superar la crisis, aprovechando las oportunidades que esta genera para revisar a fondo las bases sobre las que se sustenta nuestra convivencia. Podría el gobierno de Sáenz haberse convertido en un agente de la transformación, pero el miedo a perder el poder, a ver su popularidad en retroceso, o a no cumplir los compromisos contraídos con anterioridad con los grandes grupos que mueven los hilos del poder en Salta le ha hecho desconfiar de la política y enfocarse en la difícil tarea de asegurar su propia superviviencia como parcialidad organizada. El interés general ha sido nuevamente preterido.
Pero al repliegue defensivo del gobierno se le debe sumar la dispersión mental y la escasa claridad de quienes deberían señalarle al gobierno sus contradicciones y afearle sus defectos. Cuando ha sido necesario, estos grupos no han apoyado al gobierno de una forma consistente y tampoco se han opuesto a él cuando se han dictado normas auténticamente bárbaras. Esta oposición dispersa e inconexa ha aportado a nuestra convivencia quizá menos de lo que lo ha hecho el propio gobierno, lo cual dice bastante de la poca consistencia de sus propuestas.
Después de muchos cabildeos, algunos parecen haber dejado aparcado el gastado discurso de la «calidad institucional» para terminar aceptando que lo que Salta necesita es reformar la política de raíz. Es este un objetivo ambicioso que algunos confunden con una enmienda constitucional pero que tiene mucho más que ver con la redefinición en clave de futuro de los principios y valores que inspiran nuestra convivencia. Estos no son tan inamovibles o tan claros como algunos pretenden, lo cual queda demostrado simplemente por el uso desviado y sectario del poder político que emana de nuestra Constitución y por la peligrosa deriva institucional de los órganos de control, incluidos la casi inexistente Auditoría Provincial, el controvertido Poder Judicial y la paupérrima e hiperpolitizada Corte de Justicia.
Un año entero perdido para la política es mucho tiempo. Salta tardará en enjugar este déficit y es posible que esta circunstancia empuje a los actuales gobernantes -si es que no lo ha hecho ya- a permanecer doce años seguidos en el poder, porque tanto Romero como Urtubey han demostrado que son los fracasos políticos -y no los aciertos- los que legitiman las elecciones consecutivas.
Salta necesita cortar la cadena de abusos del poder y necesita hacerlo ahora. No debe esperar ni a las vacunas ni a la normalización de las clases o a la convocatoria de las próximas elecciones. Para hacerlo, la política debe primero salir de su encierro. El gobierno debe dejar de contemplarse a sí mismo como la encarnación suprema de la política y abandonar los discursos patrióticos y grandilocuentes. Por su parte, la oposición debe ejercer su papel en foros abiertos y olvidarse de la comodidad y el abrigo que proporcionan las pequeñas sectas de nostálgicos enamorados de las teorías del pasado, que se reúnen de vez en cuando para despotricar y lavar sus conciencias pero casi nunca para construir alternativas serias a la acción del gobierno.
Necesitamos dotarnos de un marco ético y normativo completamente diferente para encuadrar en él la lucha por el poder, que ya no es lo que era hace treinta años atrás. Gobierno y oposición deben dialogar, acordar o confrontar y hacerlo de cara a los ciudadanos y no de espaldas a ellos. Ambos dos deben rendir cuentas de sus acciones; no solo el gobierno.
Así como no es bueno para el interés general que nos rija un gobierno cohesionado por intereses de grupo y blindado a las críticas, tampoco es razonable que la oposición divague y que declame su superioridad moral sin demostrarla. No es bueno que quienes discrepan con el gobierno rehuyan el enfrentamiento directo con él y que los opositores se consideren totalmente irresponsables de los descalabros sociales y económicos que comprometen nuestro futuro.
El balance de 2020 para los salteños será de más patrulleros, más ambulancias, más camas de hospital, más plazas en los cementerios, pero menos salud, menos educación, menos cultura, menos seguridad, menos controles al poder, menos reformas y menos capacidad de transformar la realidad. El atraso y la pobreza -que lamentablemente no solo afectan a los más desfavorecidos e impactan sobre aspectos materiales de la vida humana- se habrán multiplicado por tres cuando 2021 comience a desperezarse. Nuestro «orgullo» habrá sufrido una nueva bofetada, pero nuestra capacidad para identificar los problemas y darles una solución no habrá mejorado en lo más mínimo.
Sin política, o con una política encapsulada en círculos cada vez más pequeños, el futuro de Salta es peligrosamente incierto.