
Así, mientras mis semejantes se devanan los sesos pensando en cómo saldrán ellos, sus negocios y las sociedades humanas que conforman del infierno de la pandemia, mi mente -diligente, guiadora e inquieta- descansa más o menos inmóvil sobre la superficie de la realidad, en donde el pensamiento se entretiene con ideas muchos menos importantes, como por ejemplo la de la desesperación de algunos de mis comprovincianos por restañar el poder erosionado gravemente por la situación derivada de la restricción de las libertades y la creciente pérdida de efectividad del mismo poder político y económico que hasta hace poco creíamos sólido y omnipotente.
Digo que esta es una cuestión sin importancia, porque no preocupa ni inquieta especialmente a una mayoría de salteños, que está perfectamente convencida de que el poder rocoso y sin fisuras, construido esforzadamente desde 1983 en adelante, goza todavía de un insustituible encanto, de una vitalidad sin sombras en el horizonte y de un futuro sin dudas fulgurante.
Para mí, ese poder tan apetecido (hasta el punto de que se ha convertido en una obsesión generacional para determinados linajes) está siendo desnudado hasta su más recóndita intimidad por los inesperados contratiempos pandémicos. Aquel poder, al que algunos profesan una admiración beatífica y otros han convertido en objeto de su estudioso fervor, se nos ha revelado antiguo, disfuncional, pobre e ineficaz, en definitiva. Los salteños sin dudas esperaban mucho más de él y de sus principales líderes. La desilusión ha sido mayúscula.
Quizá tenía que abatirse sobre nosotros la desgracia de una pandemia para que nos diésemos cuenta de que lo único que hemos hecho durante los últimos 37 años ha sido engordar a una bestia, voraz pero lenta, monstruosa en apariencia, pero que frente a determinados problemas (no necesitamos nombrar a ninguno en particular) reacciona con pasmo, como un ciervo deslumbrado por las luces largas de un camión cargado hasta los bujes.
El poder que nos ha regido y que nos rige todavía obtiene su energía de dos actitudes que son muy humanas y, por tanto, muy comprensibles: la obsecuencia y el miedo. El poder no se alimenta de la inteligencia; al menos no de la propia. Tampoco del compromiso, excepto -claro está- la abrasadora pasión por el alimenticio presupuesto. Prueba de ello es que, en base a la obsecuencia, al miedo y a la tentación de un sueldo estable, los que mandan salen frecuentemente al «mercado» a captar aquella inteligencia mínima que necesitan para sobrevivir y reproducirse.
Con lo que no cuentan es con que algunas personas, por razones profundamente morales o por razones simplemente biológicas, se resisten obstinadamente a ser obsecuentes. No les va eso de lamer las botas del poderoso de turno. Y a algunos atrevidos el poder no les inspira miedo, sino más bien todo lo contrario. Entre estos «seres extraños» hay, cómo no, algunas personas inteligentes y muy bien intencionadas.
Algunos de ellos se revuelven contra el poder y sus dogmas, pero otros prefieren extraviarse en la tranquilidad de los cerros o buscar refugio en la tibia seguridad de las sectas, para conspirar en un volumen más bien bajo, casi inaudible. Esta es la razón por la cual el poder desnudo, a pesar de su visible deterioro, todavía infunde miedo y convoca a la obediencia sumisa y denigrante.
Quienes no comulgan con la pretendida «superioridad de espíritu» de los que mandan en Salta desde hace casi cuatro décadas no están precisamente preocupados por el declive del poder, por su falta de acierto, por sus heridas, por sus grietas. Están preocupados por reconstruir la política, que no es exactamente lo mismo que reconstruir el poder.
El poder es fuerza y su conquista es un objetivo siempre relativo. A la fuerza de unos siempre se opone la fuerza de otros. La política, en cambio, es diálogo y astucia, es acuerdo y compromiso, es creatividad y osadía, es un esfuerzo colectivo hecho en base a (o a pesar de) la necesaria pluralidad de parcialidades. La política -a la inversa de lo que hace la democracia- no desdeña la contribución legítima de las minorías al bienestar común. Y aunque tampoco hay valores absolutos a los que la política deba rendir pleitesía, reconquistarla para beneficio de todos (incluidos los «malos», los «indeseables» y los «odiosos») es un objetivo mucho más importante que simplemente restañar las pupas de un poder absorbente y engreído que se realimenta a sí mismo continuamente en una obsesiva espiral eterna. Es más: la política es el camino para romper de una vez este círculo vicioso y seguramente perverso.
Lamentablemente, esta idea de reconstruir la política es también un pensamiento sin importancia, casi inútil. Nadie en su sano juicio podría pensar en acometer una tarea tan delicada como esta en Salta, en donde mantenemos con nuestros impuestos a una Legislatura dócil, muy pobre intelectualmente (a veces da vergüenza ajena escuchar a algunos), abandonada a su propia suerte y férreamente comprometida con la preservación y el ajuste fino de los mecanismos perpetuos del poder. Si escucharlos produce escozor, no digo nada ya de la sensación de espanto que experimentamos los ciudadanos cuando leemos sus papeles, sus proyectos, sus resoluciones, sus fundamentaciones y sus perezosos razonamientos.
Tampoco se puede esperar mucho de unos partidos políticos que ya casi no existen como tales y que tienen que lidiar, en clara desventaja, con un sistema electoral que no es injusto sino manifiestamente tramposo y antidemocrático.
Mucho menos se puede esperar algo de los líderes políticos que conocemos, ya que casi todos ellos confían en que la rueda de la fortuna les señale a ellos como los próximos detentadores del poder omnímodo. Es decir, que cuanto más sólido y más omnipotente sea el poder y así se conserve, mejor, incluso para quienes lo padecen intensamente como sujetos pasivos. La esperanza de ser tocados algún día por la varita mágica no se pierde nunca.
Reconstruir la política requiere rebajar la intensidad del poder, no menguar su efectividad. Al contrario, un poder más «político», forjado en el diálogo, cimentado en el consenso y practicado en una confrontación leal y sin dobleces, tiene más probabilidades de solucionar los problemas más acuciantes, mientras que el poder desnudo -ya lo ha demostrado- solo puede hacer gala de su inagotable talento para agravarlos.
Reconstruir la política es dar de baja definitivamente los mesianismos, es jubilar a los líderes providenciales, a los grandes «pensadores», a los maestrillos autotitulados de Derecho Constitucional que nunca han dado una clase ni escrito una línea; es olvidarse definitivamente de las personalides tóxicas de la política (todos sabemos quiénes son y dónde tienen su madriguera).
Reconstruir la política es un ejercicio de humildad cívica. No se puede aspirar a edificar un futuro esperanzador y al mismo tiempo convivir con ciertos «mediópatas» de pañuelo al cuello que un día sí y otro también pretenden darnos cátedra de civismo, al mismo tiempo que fracasan en su tarea institucional de perseguir a los delincuentes. No es razonable pensar en una política abierta, transparente y participativa, con un Leviatán de dieciséis tentáculos (o quizá más) como nuestra superpoblada y nunca bien ponderada Corte de Justicia, en cuyo sanctasantórum alguien mantiene prisioneras las llaves maestras de la interpretación constitucional.
Reconstruir la política requiere de una cuidadosa gestión del talento, de un brusco cese de la inquietud, de la sustitución del ruido por el bullicio de ciertas alegrías tranquilas, de un gran sosiego democrático que aplaque los ánimos ardientes de la lucha por el poder y coloque las energías creativas donde el ciudadano las necesita y las demanda.
La pandemia ha dañado el poder, pero ha provocado auténticos estragos en la política. Y ello solo favorece al poder.
Debemos ser conscientes de que los que mandan en Salta no son políticos sino enemigos jurados de la política. Ellos creen que se dedican a ella (las roscas los envuelve en una atmósfera que propicia todo tipo de confusiones mentales) pero la política nace en el alma de aquellos que se sienten particularmente inclinados a cuestionar las verdades establecidas, que, casualmente, es el mismo lugar, invisible e inasible, en donde nace la libertad, esa palabreja tan temida por los tiranos de todas las épocas.