
La pandemia se ha convertido así en una oportunidad de oro para que Gustavo Sáenz eche un duro cerrojo sobre la política de Salta, que parece una actividad sana cuando lo beneficia pero que deja de serlo cuando lo perjudica.
Ningún gobernante democrático debe temer a la política. Son los enemigos de la política los que desconfían de ella y quieren extirparla del seno de la sociedad, para poder hacer ellos lo que les plazca, sin que los demás puedan disentir.
Sin dudas, una de las formas más burdas de intentar arrumbar la política y ponerla a dormir en el rincón de los trastos viejos es apelar a «la unidad» frente a los problemas comunes.
El disenso político, la variedad de opiniones, retrasa -según ellos- las soluciones eficaces. Prefieren la soltura con que se mueven los dictadores, que no se llaman a sí mismos «políticos» sino «estadistas».
La democracia es un camino sembrado de trampas. Es la rosa, pero también son las espinas. Ningún gobernante elegido democráticamente puede mandar a callar a su oposición y pedirle que se una al gobierno para combatir un problema común. Frente a un bloqueo por parte de la oposición, el gobernante democrático debe ofrecer más política y no menos.
Ningún gobernante democrático puede trazar «líneas rojas» y decirle a los que no están de acuerdo con él que en determinados asuntos no deben meterse. La oposición tiene el mismo derecho a disentir que el deber de acordar con el gobierno cuando las circunstancias lo aconsejan o lo demandan.
Pero tanto en un caso como en otro, la relación del gobierno con su oposición es «política», en el más prístino sentido de la palabra.
A Gustavo Sáenz le ha tocado gobernar en tiempos muy difíciles, sin duda ninguna. Pero por muchos y graves que sean los problemas que enfrenta su gobierno, no puede decretar unilateralmente el final de la política, solo porque a él le incomoda gobernar con oposición. Su deber es intentar llegar a acuerdos, pero no a acuerdos espurios como el que le ha llevado a perpetuar a los actuales jueces de la Corte de Justicia de Salta, sino a acuerdos transparentes, abiertos y controlables por la ciudadanía.
El argumento de que «la gente» no quiere ver más peleas entre políticos es más viejo que la injusticia. En base a ese razonamiento es fácil concluir que la solución es acabar con la política de una vez, porque esta es percibida como fuente de problemas más que de soluciones.
Pero la cosa no funciona así. Acabar con la política no traerá más que peleas aún más desagradables y más violentas, pero no ya entre las elites, sino entre la misma «gente» a la que se quiere proteger y aislar de esa gran olla de grillos en que se ha convertido nuestro espacio público.
Un gobernante democrático no debe ceder nunca a la tentación de dinamitar los caminos que le han llevado a alcanzar el poder. Gustavo Sáenz es hoy el Gobernador de Salta gracias a la política, a la misma política que hoy quiere anular y a la que ha descrito como el gran obstáculo para las grandes soluciones colectivas.
Pensar así equivale a haber aprobado la primera materia de la brevísima carrera para convertirse en un tirano vulgar, un título que ostentan todos aquellos que a lo largo de la historia despreciaron a la política, por sucia, por vil o por lenta.