
El ejercicio cerradamente personalista del poder, la intencionada confusión de los ámbitos de lo público y lo privado, así como los excesos narcisistas de uno y otro, han contribuido a cuajar una cultura en la que los ciudadanos parecen ya incapaces de distinguir entre un funcionario indecente y una institución corrompida.
En diferentes momentos, pero con idéntica convicción, tanto Romero como Urtubey han incurrido en prácticas de patrimonialización del poder. Lo que era muy difícil de imaginar es que tales prácticas pudieran alcanzar semejante arraigo y que su difusión fuese capaz de volver inútiles las disposiciones legales y constitucionales.
Esta perversa identificación de personas con instituciones ha traído muchos males a los salteños. La mayoría de nuestros comprovincianos parecen hoy incapaces de distinguir entre las crisis institucionales (aquellos procesos en que se verifican mutaciones importantes que desembocan en situaciones atípicas de singular dificultad) y las crisis personales de los responsables políticos o sus desórdenes de conducta, que pueden provocar -y normalmente provocan- el mal desempeño de las funciones encomendadas.
A raíz de esta crecida incapacidad, han empezado a proliferar los juicios políticos atípicos y sumarísimos en los que la verdad jurídica objetiva es sustituida muy alegremente por la «sensación térmica» del momento político coyuntural y por una parodia moralista que se revuelve imperiosamente contra el derecho de defensa y la presunción de inocencia.
Cuando un funcionario público (pongamos por caso, un intendente municipal) comete un delito que no guarda relación con el desempeño de su cargo y que no pone en riesgo la administración y el despacho de los asuntos del Estado, lo correcto es dejar que los jueces se pronuncien. Si el intendente resulta condenado, se allanará claramente el camino para su destitución.
Pero los salteños quieren sangre y no juicios con derecho de defensa, alegatos y recursos. Y por eso están dispuestos a forzar la Constitución y Ley con absoluto descaro.
Y lo tienen fácil, porque Romero y Urtubey les han asfaltado una autopista de ilegalidad y de autoritarismo que hoy permite a los concejales considerar "mal desempeño" el no tirar de la cadena del baño o el no utilizar la escobilla del inodoro cuando es necesario, y a los diputados considerar "gravedad institucional" dejarse una computadora encendida u olvidarse de echarle candado al galpón municipal.
¿Quién puede olvidar que en 2013 la Legislatura de Salta votó una ley para intervenir un municipio autónomo cuyo Intendente fue hallado en un prostíbulo distante a 450 kilómetros de su despacho?
Hay que darse cuenta que las conductas más intrascendentes, con un poco de ingenio y algo de dinero, se pueden convertir en auténticos «escándalos mediáticos» en cuestión de horas. Y si tenemos en cuenta la asombrosa facilidad que tenemos para hacer un mundo de la nada, es que convendría borrar de nuestra Constitución y de las leyes expresiones ambiguas, subjetivas e infelices como «mal desempeño» y «gravedad institucional» y sustituirlas -ahora que casi todo es delito- por la exigencia de una condena penal firme.
De lo contrario, las instituciones -no las personas- seguirán al albedrío de las turbas enfurecidas o, peor aún, a merced de las más burdas campañas de hashtags.