
Cuando se habla de «violencia policial» se tiende a pensar en torturas y otros actos brutales en los que está presente casi siempre el empleo incontrolado de la fuerza física.
Pero si empleamos el concepto de «violencia» en el sentido más plástico y útil de esta expresión, que es el que se emplea por ejemplo cuando se habla de «violencia contra la mujer», podemos llegar a la conclusión de que una sola mirada fuerte de un agente de policía, el despliegue de vehículos en las calles o la mera exhibición de su potencia ofensiva constituyen claros actos de violencia y de intimidación contra las personas.
El gobierno de Salta, a través del COE, ha basado casi toda su estrategia frente a la amenaza del nuevo coronavirus en la respuesta policial, en la represión pura y dura, fundada en normas de dudosa constitucionalidad, como es de todos conocido.
Durante los primeros cuatro meses desde el inicio de las operaciones, el gobierno pensó que la violencia policial, omnipresente, era la que lograba mantener en cintura la situación epidemiológica de Salta.
En el último mes y medio se ha puesto de manifiesto sin embargo el completo fracaso de esta estrategia, lo que inevitablemente lleva a reflexionar sobre la responsabilidad política del gobierno provincial de Salta al haber limitado severamente -sin un soporte jurídico adecuado- las libertades y los derechos fundamentales de los salteños entre mediados de marzo y finales de julio del presente año.
Ahora, cuando la situación epidemiológica se ha agravado de forma sustantiva y el propio gobierno provincial reconoce que hay circulación comunitaria del virus en los departamentos más poblados de la Provincia (luego de haber afirmado con un elevado grado de convicción que esta calificación epidemiológica debía ser efectuada exclusivamente por la autoridad sanitaria federal), y cuando parece más necesario que nunca activar mecanismos de restricción de los libres movimientos ciudadanos, la respuesta policial aparece como totalmente contraproducente.
Y lo es, por cuanto después de más de 120 días de represión a los movimientos libres, de prohibición de las transacciones y de suspensión de casi toda la actividad económica, sin razones ni motivos serios para ello, los ciudadanos no están ya tan dispuestos como antes a obedecer. Sucede exactamente como en la famosa fábula del pastor mentiroso: tanto mentir de que viene el lobo que cuando este aparece en realidad nadie le cree a quien lo avisa.
Los salteños, que pudieron haber estado predispuestos a acatar el férreo cerrojo impuesto (ahora se sabe) prematuramente por el gobierno durante las primeras semanas de la crisis sanitaria, ahora ya no lo están tanto. Piensan -y con razón- que si con la Policía en las calles no se logró evitar la tan temida circulación comunitaria, ahora es momento de dejar que la naturaleza haga su trabajo.
El gobierno de Salta tiene una sola cosa a su favor: que casi ningún gobierno del mundo sabe exactamente cómo reaccionar frente a los ciclos evolutivos de la pandemia. Es decir, casi todos son presas de la incertidumbre. Pero frente a la incertidumbre solo cabe la racionalidad y en este sentido se debe tener en cuenta en estos momentos que lo menos indicado para una ciudadanía hastiada del autoritarismo, la desorganización y la represión es volver a imponer sacrificios a las libertades y restricciones manu militari a las actividades sociales y familiares.
¿Por qué en Salta no existen códigos autorregulatorios? La respuesta parece bastante sencilla: porque casi todos esperan que el paternalismo del Estado solucione todos los problemas. Pero es que al gobierno le cabe la tarea de llamar a una gran movilización social para que sean los propios ciudadanos los que se organicen y adopten las medidas de contención que hoy se necesitan.
Deberíamos estar agradecidos de que el desastre no sea mayor. Y no lo es porque el gobierno tenga todas sus luces encendidas sino porque ha querido la naturaleza ser -hasta el momento- de alguna forma benévola con nosotros.
Pero no debemos confiarnos, así como no debemos confiar que el recurso a la fuerza bruta solucionará todos los problemas. El gobierno no puede pensar que una pandemia como la que nos ha atravesado de lleno se puede solucionar solo en base a sus decisiones. Es necesario también que los ciudadanos hagan su parte, pero a fuerza de sentido común, no de palos de policía ni bastones de goma.
Si el gobierno respeta -como dice- la libertad, que deje que los ciudadanos ofrezcan una respuesta a una amenaza que no solo se dirige contra el gobierno sino contra todos nosotros.