Los riesgos de vivir honradamente en Salta

  • La ambición por el poder y el apetito creciente por las riquezas materiales se han multiplicado varias veces en Salta a lo largo de los últimos cuarenta años.
  • El divorcio de la moral y la política

Aspirar a ejercer el poder político y desear un mayor bienestar económico para la familia y para sí mismo no son objetivos de suyo inmorales. Pero cuando uno se fija como objetivo lo primero para conseguir exactamente lo segundo, comienzan, sin dudas, los problemas.


Esta línea no se había cruzado en Salta antes de 1982. La política era entonces una actividad riesgosa, plagada de amenazas y trufada de bandidos del más variado pelaje; pero mantenía al mismo tiempo una rígida separación de los asuntos patrimoniales personales. Con buenas ideas o sin ellas, con buenas prácticas políticas o con comportamientos autoritarios y negatorios de la libertad, con propósitos de integración igualitaria o con tendencias al elitismo disgregador, nuestra política logró mantenerse, en líneas generales, al margen de las disputas por el control de la riqueza disponible.

Fue en 1982, y más concretamente después de la derrota nacional en la guerra de las Malvinas que las cosas comenzaron a cambiar en Salta. La ambición política se mezcló, sin posibilidad de distinción, con los objetivos de progreso económico personal y familiar. El objetivo de «transformar Salta» quedó de este modo subordinado a la eclosión de los negocios privados de los protagonistas de la política y esta se convirtió en una herramienta para lograr la prosperidad personal, dejando olvidado su papel en la realización de valores como la igualdad, la libertad y la justicia.

No es necesario ponerle nombres y apellidos a esta transformación, pues casi todo el mundo conoce en Salta quiénes fueron protagonistas de esta historia, de un lado y del otro. Es decir, sabemos quiénes impulsaron el divorcio definitivo entre la política y la ética pública, y quiénes intentaron, como pudieron, resistir el asalto de los intereses privados a lo que hasta entonces era considerado como un patrimonio intangible de todos: de ganadores y de perdedores, de mayorías y de minorías, de inteligentes y de menos inteligentes, de personas de cualquier condición social.

Quizá lo más interesante, desde el punto de vista histórico y sociológico, es que este fenómeno -que fue aparentemente pacífico y silencioso pero que en realidad fue brutal y sumamente traumático- coincide con lo que podríamos llamar el declive inducido de varias generaciones de salteños que a lo largo del siglo XX pudieron acceder a una educación pública y gratuita de calidad. Durante décadas, la Argentina formó a hombres y mujeres para servir al país y no para servirse de él. Salta se benefició de ello mientras pudo.

Con esas mismas premisas, aunque con un sesgo elitista y una vocación confesional, se desplegaron en Salta, a partir de mediados de los años sesenta del siglo XX, diferentes experimentos educativos privados que, con el tiempo, dejaron a un lado las buenas intenciones de sus fundadores para convertirse en auténticas escuelas forjadoras de ambiciones personales, de orgullos localistas y de liderazgos mesiánicos.

La Salta cosmopolita y plural, la que había dejado huellas indelebles en la literatura y en la arquitectura (por solo citar estos dos campos de la creación humana) empezaba a dejar su lugar a una Salta vuelta hacia sí misma, encerrada en la pobreza solemne de su pasado histórico. Al compás del declive de una generación y del surgimiento de otra, menos cultivada pero muy segura de sus capacidades y definitivamente menos comprometida con el interés general, comenzaron a aparecer liderazgos de diferente cuño.

Las bases de nuestro devaluado sistema de convivencia, los cimientos de nuestra degradación social, política y económica, se sentaron indudablemente entre 1983 y 1991. A finales del siglo XX el nuevo sistema ya había sustituido casi totalmente al anterior y las dos primeras décadas del siglo XXI nos han confirmado que el divorcio de la política y la moral, cuidadosamente planificado para permitir el acceso al poder de una generación sedienta de riquezas personales a cualquier costa, ha provocado a los salteños un daño enorme e incuantificable.

Nuestra Provincia es hoy mucho peor de lo que era cuando la política, aunque tribal y rudimentaria, se movía por carriles previsibles y transparentes; cuando sus protagonistas principales eran personas con un cierto sentido de la ética ciudadana. El poder que se construyó pacientemente desde 1983 en adelante, para prolongar su influencia a través de las generaciones, necesitó echar mano de la confusión, de la ocultación y de la mentira.

La vida honrada

El resultado más visible de esta operación es que los salteños ya no pueden, aunque quieran, vivir honradamente. La vida honrada supone dar la espalda al poder y equivale a una renuncia a la defensa de la propia dignidad. Las personas honradas, las que llevan una vida recatada y las que solo aspiran a vivir con lo indispensable para poder subsistir, no interesan a los poderosos, que prefieren mil veces la compañía y la complicidad de seres infinitamente pequeños, probadamente venales y con capacidad de aportar al entramado de poder argumentos y recursos para la difusión y la perpetuación de la confusión, de la ocultación y de la mentira.

Los unos buscan a los otros, y viceversa. Siempre terminan encontrándose.

Solo de este modo se puede afianzar la creencia de que en Salta las personas intachables han dejado de existir, que todo el mundo sabe de qué pie cojea cada uno y que todos de alguna forma contribuyen a que la vida honrada no solamente sea marginal sino que sea, incluso, peligrosa.

En política sucede lo mismo que en los negocios, ya que puede ser difícil tratar honradamente al prójimo y al mismo tiempo competir en los negocios con negociantes faltos de honradez.

Vivir con poco, sin lujos ni ostentaciones, y al mismo tiempo pensar y cuestionar los fundamentos morales y filosóficos del poder es, por lejos, mucho más riesgoso que intentar denunciar a diario los escándalos de corrupción y las debilidades personales, jurídicas y contables de los que nos gobiernan. El poderoso sabe cómo y cuándo neutralizar a los que reaccionan denunciando, a los que pretenden enfrentarlo en la distancia corta; pero no tiene idea de cómo hacer para desactivar a los que llevan una vida honrada y aparentemente distante, a los que tienen capacidad para pensar y, por ende, para entender y explicar los motivos de la profunda decadencia en la que estamos inmersos.

Ahora que parecen estar de nuevo de moda los cómics, se podría decir que la honradez personal, combinada con la capacidad reflexiva, es una especie de kriptonita verde capaz de debilitar al que todo lo puede.

Evidentemente, Salta podría solucionar casi todos sus problemas si esas personas honradas, expulsadas de hecho del espacio público, se unieran y se ofrecieran como alternativa al poder inmoral que nos gobierna. Pero este objetivo es imposible de alcanzar, porque el mismo poder, que solo busca perpetuarse para asegurar riqueza y bienestar personal y familiar por generaciones, dispone de una variada gama de herramientas para confundir, para ocultar y para mentir.

El que tiene acceso a la trampa tiene muchísimas más posibilidades de ganar la partida a quienes, por definición, la rechazan. Sobre todo cuando la trampa, lejos de producir consecuencias en el plano social (por la transgresión moral que supone) es considerada como una expresión privilegiada del talento humano.

Por supuesto, se pueden denunciar las prácticas políticas encaminadas a distorsionar la libre competencia en el mercado de las ideas, pero los medios de comunicación que controlan los poderosos de turno son capaces de convertir, en cuestión de pocas horas, en héroes y «padres de la patria» a los que nos han hundido en la miseria, así como pueden exculpar a brutales criminales o hacer que sus culpas recaigan sobre personas absolutamente inocentes.

Esta es la forma de operar de quienes entienden al poder como un ejercicio patrimonial de larga duración.

El desaliento

Sin embargo, ellos no cuentan con que las personas honradas, las mismas a las que ellos desprecian, no se desalientan con facilidad y que quizá por ello son capaces de mantener su resistencia durante mucho tiempo sin apenas desgastarse.

Soñar con un reencuentro entre la política y la moral es hoy probablemente un acto temerario. Pero no lo será tanto cuando los hijos de las familias más ricas de Salta comiencen a preguntarse por el origen de la fortuna de sus padres en una Provincia en la que dos de cada cuatro salteños lleva una vida auténticamente miserable. Cuando estos jóvenes descubran que el talento de sus padres no es objetivamente suficiente para justificar la acumulación de un patrimonio enorme (viajes fastuosos, universidades carísimas y un largo etcétera), comenzarán a aparecer algunas respuestas que no solo son inevitables sino que ahora mismo son muy necesarias.

Cuando llegue la hora de hacer balance, a cada uno nos tocará reconocer a qué intereses hemos servido en los pasados cuarenta años. Es decir, tendremos que admitir, sin posibilidad alguna de mentir, si hemos doblado las rodillas frente a la presunta ineluctabilidad del poder corrupto o si de alguna manera le hemos plantado cara y luchado para que nuestra dignidad personal no muera atropellada por la turbia maquinaria del poder y la ambición.

Una buena forma de practicar este balance es medir la cuantía del patrimonio de cada uno de nosotros hace cuarenta años y ahora. Y determinar, en base a la ponderación de nuestro talento personal, si el incremento de nuestras posesiones materiales guarda relación proporcional con el mayor talento, o si, por el contrario, han sido las personas de talento más escaso las que mayor partido y ventaja han sacado de un sistema diseñado al milímetro para premiar la sumisión acrítica al poder y penalizar la vida libre, la vida honrada y el compromiso cívico permanente.