
La donación de la familia Romero es, sin dudas, un gesto de solidaridad y de desprendimiento, pero también es un claro alarde de poder y de opulencia en una Provincia lastrada por la pobreza (reconocida por el actual gobernador hace solo siete meses) y atravesada por la mayor desigualdad social que Salta ha conocido en toda su historia.
Al revés que Barbra Streisand, la familia donante ha querido que todos el mundo conociera, a través del diario de su propiedad y en estos momentos tan delicados, los detalles más esplendorosos de aquella propiedad, que hasta comienzos o mediados de la década de los ochenta del siglo pasado perteneció a la familia de Don Aníbal Arabel y que, como muchos conocen, no sirvió de «residencia de la familia» del exgobernador, ya que esta estaba emplazada en el 430 de la misma calle Deán Funes y no en el 683.
Prueba de que la residencia familiar se encontraba casi tres cuadras más hacia el centro de la ciudad, es la fotografía en la que se puede ver el mismo Quinquela que ahora adorna una de las alas del versallesco comedor de la Deán Funes 683 en el más recatado salón de la Deán Funes 430.

La transmisión patrimonial concertada entre la familia donante y el gobierno, acordada hace ya 35 años, podría tener hoy otros significados bien diferentes y si acaso más trascendentes. Quizá si Salta tuviera algo para celebrar, el cambio en la titularidad del inmueble sería acogido por el gran público como parte de los festejos.
Pero el hecho de que el Estado se haga con la propiedad de una vivienda enorme y costosa en un momento en que la pobreza extrema se ha enseñoreado en Salta y cuando casi todos -pobres y ricos- atribuyen la extraordinaria difusión de la pobreza a la misma política venal y degradada que se encuentra en el origen y en el fin de la donación, impide que el gesto familiar adquiera el brillo que le corresponde.
Desde aquella manifestación de voluntad, concretada en 1985, Salta no ha hecho más que retroceder, al compás de la degradación moral de la política local y de la caída en picado de su eficacia social; un proceso que se pudo evitar si algunos de los que hoy pretenden inscribir su nombre en la historia grande de la política local no hubieran vivido toda su vida con la obtusa consigna de obtener y mantener el poder a toda costa y durante el mayor tiempo que fuera posible.
Hoy hay realmente poco para celebrar. Así hubiera descendido de California la mismísima Barbra Streisand para entregarle a Sáenz las llaves de su (ya no tan misteriosa) residencia de Malibu, la pobreza y la desigualdad seguirán cabalgando en Salta con la misma soltura que imaginaron aquellos cuyas fantasías políticas contribuyeron a erigir una Salta partida, rota y dividida contra sí misma.
