
Invito a que leamos con atención este párrafo:
«Las Fuerzas Armadas desarrollarán durante la etapa que hoy se inicia, una acción regida por pautas perfectamente determinadas. Por medio del orden, del trabajo, de la observancia plena de los principios éticos y morales, de la justicia, de la realización integral del hombre, del respeto a sus derechos y dignidad; así la República llegará a la unidad de los argentinos y a la total recuperación del ser nacional, metas irrenunciables para cuya obtención se convoca en un esfuerzo común a los hombres y mujeres, sin exclusiones, que habitan este suelo».
Este párrafo pertenece a uno de los documentos básicos del llamado entonces Proceso de Reorganización Nacional, que formalmente dio comienzo el 24 de marzo de 1976 y que terminó más de siete años después tras un baño de sangre inédito en la historia nacional.
¿Por qué rescato estas líneas de los militares que usurparon el poder hace 44 años?
Sencillamente porque nadie cree hoy que buscaran sinceramente «la realización integral del hombre» o el «respeto a sus derechos y su dignidad». Si algunas de estas metas estaban contempladas en su ideario, la metodología de exterminio que emplearon para suprimir a los que no compartían sus «principios éticos y morales» revela que entre las intenciones y la realidad existía un abismo.
44 años después de aquellas «metas irrenunciables», el Presidente de la Nación, elegido por el voto popular pero con poderes incluso superiores al que detentaba la Junta Militar de 1976, anuncia que su «meta irrenunciable» es «cuidar de la salud de los argentinos».
Como a los militares de aquella época, nadie cree que este sea un propósito sincero.
En buena medida porque para que nos creamos semejante cosa habría que ser más humildes y reconocer que el gobierno mantiene prisionera a la mayoría de las libertades públicas en las que nos sentimos los argentinos reconocidos y que dan sentido a nuestra idea de «república».
Muchos argentinos no pueden salir de sus casas, no pueden reunirse con sus familias, no pueden visitar a los enfermos, no pueden enterrar a sus muertos, no pueden acudir a las iglesias, no pueden educarse en las escuelas y universidades, bajo amenaza de penas muy duras. Todo ello sin que se haya declarado el estado de sitio y en base a normas urgentes que elabora el Presidente de la Nación, ocupando el lugar que debería ocupar el Poder Legislativo, en cuyas cámaras reside -bien que de modo deficiente- la soberanía popular.
Si el gobierno de Fernández efectivamente está más preocupado por «cuidar de la salud de los argentinos» que de reforzar su poder (cosa que está por verse), lo menos que podría hacer el Presidente de la Nación es reconocer que sus medidas -algunas necesarias e inevitables y otras que tranquilamente se podrían haber evitado- afectan directamente los derechos y libertades que están tutelados por la Constitución y los pactos internacionales.
Negar la restricción de la libertad es incurrir en una profunda contradicción; es hacer exactamente lo que hicieron los militares de 1976: invocar la dignidad del hombre para darle un fundamento ético al exterminio masivo de personas.
Todo el mundo sabe que la salud pública es un valor que, llegado el caso, puede legitimar la restricción de las libertades. Esta posibilidad está contemplada tanto en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos como en la Convención Americana de Derechos Humanos. No hay que tener vergüenza en reconocer que se han restringido libertades por razones sanitarias.
El hecho de no reconocer que se han afectado libertades fundamentales parece estar encaminado a perpetuar el estado de excepción en el que vive el país, no ya con la intención de «cuidar de la salud de los argentinos», sino para «cuidar de la salud del gobierno».
Alberto Fernández demuestra con su discurso sesgado y falaz que no quiere ni oír hablar de libertades y de derechos. Para él es como si nada hubiera ocurrido, como si los argentinos vivieran desde hace más de 150 días en un paraíso de libertades sin parangón en el mundo.
Pero esto no es cierto, como tampoco lo fue que los militares de 1976 buscaran «la unidad de los argentinos» y «la total recuperación del ser nacional». Si hace 44 años, para recuperar el «ser nacional», era necesario matar a decenas de miles de personas, hoy para «cuidar de la salud de los argentinos» parece necesario suprimir una parte importante de nuestras libertades. En ninguno de los casos los gobernantes se animan a reconocer que, para ellos, el fin justifica los medios.
Justamente hoy, cuando la prensa internacional denuncia la catastrófica situación económica de la argentina, su precaria situación epidemiológica, el hartazgo de las clases medias y bajas por la prolongada cuarentena y la caída en picado de la imagen positiva del Presidente de la Nación, este sale a negar lo evidente. Exactamente como lo hizo el extinto general Videla cuando salió a decir a la prensa internacional que los desaparecidos eran una entelequia, algo que no existe puesto que los desaparecidos no están en ningún lado.
Estas son las pequeñas cosas que tienen en común los autoritarismos: su desprecio casi uniforme por las libertades y por la verdad, y el enmascaramiento de sus verdaderos propósitos detrás de causas aparentemente nobles.