Sáenz no debe caer en el error de pensar que gobernar requiere el control total del poder

  • Los largos y tediosos gobiernos de Juan Carlos Romero y Juan Manuel Urtubey han demostrado que la acumulación de poder en la figura del Gobernador de la Provincia o de su círculo áulico, no garantiza el mejor gobierno o las mejores decisiones.
  • Contra la Constitución y el sentido común

La concentración del poder en el ciudadano que ejerce el Poder Ejecutivo es, además, frontalmente contraria a la Constitución de Salta, que, con sus errores y defectos, ha querido que el poder político se reparta de forma más o menos equilibrada entre un número reducido de instituciones independientes.


Los dos gobernadores anteriores -y ahora Gustavo Sáenz- piensan, por el contrario, que la independencia del Poder Judicial, la Auditoría de la Provincia o el Poder Legislativo, son obstáculos a vencer y por lo tanto los tres mandatarios se han lanzado tan rápido como les ha sido posible sobre estas instituciones, para asegurarse que ninguna de ellas pueda controlar eficazmente el ejercicio del poder.

Esta curiosa circunstancia -que no se produce únicamente en Salta, todo hay que decirlo- en vez de poner de relieve una cierta voracidad personal del líder circunstancial, lo que evidencia es una preocupante inseguridad personal.

Aquel que necesita de un poder tan intenso para poder concretar sus aspiraciones y sus designios, es una persona que no se siente ni segura ni capaz de gobernar, con autoridad suficiente, solo con las herramientas que la Constitución le proporciona.

Ambiciones las tenemos todos, pero a la hora de demostrar fortaleza y autocontrol, resultan más eficientes y transparentes aquellos que saben moderar sus apetitos que aquellos que, al contrario, se muestran dispuestos a arrasar con los obstáculos, en la creencia de que, cuanto más poder se posea, mejorará no solo la gobernabilidad sino también la obediencia.

Esta ya duradera crisis política provocada por la enfermedad pandémica ha revelado que cuanto más poder se ejerce, menor es la calidad de la autoridad que se pone en juego. Si para lograr poner algunas cosas en cintura, hay que echar mano de soluciones bárbaras, como el nefando Decreto 2550/2020, de 31 de marzo, es porque el poder político, inseguro de sí mismo, necesita del apoyo de la fuerza bruta para lograr una obediencia que, en condiciones normales, debería conseguir en base al consenso.

Sáenz tiene mucho tiempo por delante para negar, por medio de sus actos, que esté empeñado en hacerse con el control total de los resortes del poder en Salta. Pero si esa llegara a ser su intención, debería ya mismo dar muestras de que está dispuesto a gobernar sin blindajes y sin indignas complicidades (en la Corte de Justicia, en las cámaras legislativas, en el Consejo de la Magistratura, en el Ministerio Público Fiscal y en la Auditoría de la Provincia).

Por el momento, todo lo que se sabe es que Sáenz ha sacado a la calle a sus dóbermans y que a través de ellos ha entablado una fiera batalla contra sí mismo, para autoconvencerse quizá, de que él es el hombre elegido para arbitrar cualquier conflicto que se presente en Salta: desde las infracciones sanitarias o comerciales que cometen las marchantas del mercado San Miguel, hasta los homicidios cometidos con saña.

En tales condiciones, el juego institucional desaparece, los controles se evaporan y la oposición desempeña un papel meramente decorativo, cuando no es reducida y condenada a la conspiración. Sáenz podrá sentirse más o menos cómodo con un esquema de poder que lo tenga a él como sujeto único, pero esa misma comodidad se convertirá en picazón cuando el gobernante omnímodo se dé cuenta de que el poder absorbente lo aleja de la Constitución y lo convierte en un agente del autoritarismo.

Lamentablemente, al Gobernador (así como a su Vicegobernador y a otros altos cargos del gobierno) se le ve cada vez más firme y seguro, en lo que habla, en lo que escribe, en las decisiones que adopta. Y digo que es lamentable porque el gobierno de Salta se debe necesariamente llevar con mano temblorosa, porque son muchos los intereses en juego y el gobierno tiene encomendada la difícil tarea de identificar el interés general entre una maraña de intereses particulares.

Desgraciadamente (y aquí ya no me lamento) muchas veces el gobierno confunde el interés general con su propio interés, y allí comienza esa espantosa tragedia cívica que termina apartando al soberano de las decisiones políticas.

Sáenz no solo tiene que saber rectificar, como lo ha hecho con la estrategia frente al coronavirus; tiene que hacerlo tantas veces como sea necesario, para despegar su figura de las de sus aviesos antecesores, que solo se ocuparon de ellos mismos y convirtieron a Salta es un gran desván de cosas viejas, inútiles e inservibles.

En estos tiempos tan convulsos en que vivimos, solo Sáenz puede proceder al «descacharrado institucional» que Salta demanda a gritos.

Pero no lo podrá hacer si se empeña en tener un gobierno fuerte, dotado de un poder inmenso, porque la sensación que provoca esta perversión es precisamente la que impide ver los problemas y resolverlos. Cuando el poder se convierte en un problema en sí mismo, la autosuficiencia que genera su posesión total, termina creando problemas allí donde antes solo había soluciones.

Creo, sinceramente, que don Gustavo Sáenz debería hacérselo mirar.