
Veamos: si para controlar una infección se ha debido amputar una pierna, la solución terapéutica habrá sido sin dudas exitosa, pues el paciente habrá salvado la vida. Pero el precio que ha debido pagar será muy alto.
Para controlar la epidemia, en Salta se han adoptado medidas sanitario-policiales de extrema dureza. Solo una cosa ha habido más dura que las medidas y esto ha sido el obsesivo control organizado por el gobierno a través de la red (muy mal avenida, por cierto) que conforman policías, fiscales y jueces.
Pero obsesivo no significa eficaz, puesto que, como era de prever, los controles han sido atravesados como si fueran coladeras por quienes tenían la capacidad económica o la influencia política suficiente para hacerlo, y se han erigido en verdaderas trampas para camioneros, gente normal y opositores políticos que intentaron hacer valer sus derechos frente al desplante a la arbitrariedad.
En pocos días el paciente Salta quedó adormecido y paralizado bajo los efectos de una anestesia institucional que colocó a nuestra democracia en un estado de coma inducido.
En tales condiciones, es muy difícil que el virus haga daño a los salteños. Pero el gobierno, asido a la leyenda de Güemes como a un clavo ardiendo, está dando a entender que ha rechazado tantos intentos de penetración del virus como invasiones realistas repelió el barbudo general mientras ejerció su mando en esta tierra.
Pero Güemes, que se sepa, no paralizó Salta ni tuvo necesidad de anestesiarla para pelearle a las fuerzas del rey en cada palmo de terreno.
El gobierno provincial de Salta, en cambio, tuvo que recurrir a la destrucción del tejido social, para que los salteños mantuvieran más o menos incólume su tejido pulmonar. Es decir, cortó la pierna del paciente a la altura de la mitad del fémur, para prevenir los efectos de la gangrena que comenzaba a avanzar por el dedo gordo del pie izquierdo.
Otros gobiernos del mundo no se tomaron las cosas tan a la tremenda. Adoptaron medidas extremas y excepcionales -muchas de ellas muy parecidas a las que se adoptaron en Salta- pero sin tanta policía en calle, sin apalear a los transeúntes y sin que salieran los fiscales a buscar trozos de carne humana para su peculiar ganchera.
«En Salta no hay circulación comunitaria del virus», viene repitiendo con insistencia el gobierno provincial, pero es que tampoco hay circulación de los factores de la producción, ni circulación de ideas. La economía está estancada y la política prisionera de un estado de excepción que resulta -paradójicamente- muy cómodo para los que gobiernan, pero también es cómodo para los que teóricamente se dedican a ejercer la oposición.
Otros gobiernos que han visto y admitido que la «circulación comunitaria» era prácticamente inevitable, se dedicaron a cuidar sus hospitales, los recursos de su sistema sanitario y sus enfermos, pero también cuidaron de sus instituciones y de sus agentes económicos. La salud de estos también importa.
En Salta, por el contrario, parece que la política del gobierno consistió en hacer tabula rasa, para que en algún momento los actuales gobernantes puedan declararse o considerarse exentos de cuestiones o asuntos anteriores. A los que gobiernan ahora les conviene, más que a ningún otro, que cuando todo esto termine la política empiece con el contador a cero y que no se tenga en cuenta el pasado. Gobernar así parece mucho más fácil.
Los resultados comienzan a aparecer, puesto que los países que peor han sufrido el embate de la pandemia (con China a la cabeza) están experimentando un importante rebote de sus economías y sanando -de alguna manera- los daños que se han producido en las libertades individuales y las instituciones políticas.
En Salta, en donde todavía no hay señales claras de que se haya alcanzado el pico de la pandemia, el gobierno ha puesto en marcha desde hace varias semanas unas muy confusas fases de flexibilización, al estilo de las que se han organizado en Europa y siguiendo claramente los tiempos y las estrategias de países como España y Francia.
Sin embargo, ni la situación sanitaria es totalmente satisfactoria (Salta debe permanecer aislada, con sus comunicaciones suspendidas si quiere mantener la situación bajo control) ni la economía muestra signos de despegue que permitan albergar alguna esperanza de mejora en el corto plazo.
Tal vez sea el momento de poner a prueba nuestro sistema sanitario, que ni siquiera se ha estrenado en esta crisis. Tal vez, convenga asumir ahora los riesgos de la tan temida «circulación comunitaria» y hacer esfuerzos sostenidos para revivir la economía y, sobre todo, para rescatar a la política de su interesado olvido.
En casi todos los países del mundo -incluida la Argentina- se han producido muertos a causa de la enfermedad COVID-19. Que en Salta no se haya producido ninguno puede servir para mantener las conciencias tranquilas durante unas pocas semanas. Ningún médico ni enfermero salteño puede sentirse «orgulloso» por no tener muertos ni por tener una muy baja cantidad de enfermos contagiados.
Volviendo a Güemes, si el general hubiese defendido a Salta de las invasiones realistas sin disparar un solo tiro, sin derramar una sola gota de sangre y sin pagar con muertos su brillante estrategia militar, hoy seguramente las cosas serían muy diferentes. Pero Güemes pagó con su propia vida la osadía y por eso se lo recuerda.
A ningún médico salteño se lo recordará con placas y monumentos por haberse parado como estaca en el peaje de Aunor o por haberle tomado la temperatura a una decena de gauchos camino a La Pedrera. Y si la política no da ahora mismo un giro de 180 grados, esos mismos médicos serán recordados en un futuro no muy lejano como cómplices de la más vasta y nefasta destrucción de nuestro tejido social de que se tenga memoria.