Lo mucho que todavía nos falta por aprender

  • Una de las lecciones más importantes de la crisis del coronavirus es que justo en el momento en que la humanidad creía saberlo todo, en el máximo pico de nuestro conocimiento científico y tecnológico, y cuando habíamos encontrado la fórmula para que las máquinas aprendieran y pensaran por nosotros, nuestra civilización entera se tambalea a causa de un microorganismo que muy pocos habían previsto y al que nadie -todavía- ha encontrado la forma de que no haga daño al ser humano.
  • Las secuelas de la pandemia

Desde este punto de vista, el baño de humildad para todos nosotros ha sido monumental. Si algo debería cambiar de raíz después de que todo haya pasado eso es nuestra relación con el conocimiento y, especialmente, con aquel que se necesita para resolver los problemas más graves de la humanidad.


En su célebre Investigación sobre el conocimiento humano, David HUME ya nos prevenía de que «la persona, como ser racional, recibe de la ciencia el alimento y la nutrición que necesita. Pero alcance de la mente humana es tan limitado, que poca satisfacción puede esperarse en este punto ni de la seguridad ni de la extensión de sus adquisiciones».

En pocas ocasiones -por no decir en ninguna- hemos visto a la comunidad científica más dividida y carente de respuestas claras como ahora. Ni siquiera frente al cambio climático. Pareciera que el coronavirus nos hubiera hecho retroceder tres siglos en lo que respecta a nuestra seguridad ante ciertos fenómenos de la realidad, pero la verdad es que nos ha dado una lección bastante saludable: debemos seguir cuidando de nuestras mentes más iluminadas, pero estar alertas frente al discurso de los charlatanes y de los «enterados», de los que afirman sin dudar.

De golpe, una buena parte de las verdades absolutas e inconmovibles que guiaban nuestras decisiones hasta el pasado mes de febrero ha desaparecido. El ser humano necesita de verdades firmes para poder vivir, pero el número de estas, así como su intensidad, era bastante exagerado antes de que viniera el virus y arrastrara hacia el mar de las dudas nuestro tupido arsenal de certezas.

Y me pregunto: si en el mundo han errado hasta los más pintados, si los más poderosos se están viendo en figurillas para salir del atolladero, si los más inteligentes del planeta hoy están perplejos y descendidos casi al nivel de los ignorantes mejor informados, ¿podemos seguir confiando en la infalibilidad de los que nos gobiernan?

Durante estas duras semanas, he tenido ocasión de leer las enjundiosas acordadas de la Corte de Justicia Provincial y las no menos contundentes resoluciones del Procurador General de la Provincia de Salta sobre el mismo tema: COVID-19. El lenguaje pomposo y seguro de sí mismo empleado en estos instrumentos no deja de sorprenderme, pues los países más importantes del mundo, los centros de investigación más avanzados y las universidades mejor consideradas siguen sin encontrarle el agujero al mate, mientras nuestros magistrados se han montado en una ola de superioridad sobre el resto de sus semejantes, como si ellos guardaran en un cajón las claves del virus y fuesen capaces de alterar su ecuación genética a fuerza de acordadas. Recomiendo muy vivamente la lectura de estos instrumentos a los que me refiero, pues constituyen una lección casi perfecta de lo que no se debe hacer en un contexto de incertidumbre y un ejemplo del voluntarismo omnipotente que ha quedado desacreditado por la realidad de la pandemia

Quiero pensar, y me parece que los salteños deben hacer lo mismo, que ya es hora de mandar a estos señores a estudiar un poco el mundo que los rodea y a rebajar sus ínfulas. Tengo que aceptar que los señores y señoras que forman parte de esa neosecta que es el Foro de Observación de la Calidad Institucional de Salta tiene un poco más de sentido común y bastante más humildad que los más altos magistrados, muchos de los cuales no le llegan ni a los talones a sus críticos.

Otro tanto pasa con la política, puesto que el gobernador Gustavo Sáenz, que conquistó el poder con un discurso y una estrategia de otro siglo, pronto se dio cuenta y de la forma más brutal posible que debía luchar contra factores imprevistos y que el escenario político es completamente diferente al que él y sus esquemáticos asesores imaginaron antes de todo esto se les viniera encima.

Pero el baño de humildad que la pandemia y el confinamiento ha dado al mundo del conocimiento en general, no se ha producido en el ámbito de la política, en donde todavía se piensa, con una imperdonable ingenuidad, que son los votos y no la fuerza de la razón los que dan a la razón a las personas.

Gustavo Sáenz se ha estrenado como Gobernador, pero no lo ha hecho como político, puesto que ni siquiera ha empezado a explorar los horizontes necesarios e imprescindibles de la política. Lo que Salta ha vivido desde diciembre de 2019 hasta la fecha ha convertido al Gobernador en un mero diseñador/coleccionista de protocolos (en Salta hay uno «hasta para ir a mear», como se quejaba un político ya jubilado). Nadie podría haber imaginado hace solo seis meses atrás que la política de Salta se iba a reducir a una serie de recetas menores sobre la distancia entre personas y la forma de atajar sus toses o contener sus efluvios.

Pero aun con estas limitaciones casi ineludibles, la crisis del coronavirus es y sigue siendo una oportunidad inmejorable para que el Gobernador de Salta se apeee del unicornio arcoíris de Güemes y demuestre con inteligencia y sentido de la oportunidad que los votos y los cargos no convierten a las personas en sabias e infalibles y que la autoridad se construye en base al consenso razonado y no a la fuerza bruta y desnuda.

El Gobernador de Salta y sus colaboradores más inmediatos tienen, como todos los demás, muchísimo que aprender. Y no estaría mal que lo reconocieran. Nadie nace sabiendo. Ningún político estudia en la Facultad una asignatura de políticas públicas que le enseñe a reaccionar y a adoptar las mejores decisiones frente a una amenaza que se produce en el mundo cada tres o cuatro siglos.

El Gobernador sabe que reconocer sus limitaciones (que por otra parte son muy evidentes) conlleva el deber de conectar con sus opositores, de dialogar con ellos, para encontrar las mejores soluciones, para detectar con más premura y con mayor ecuanimidad las necesidades, y para identificar los problemas más urgentes. El Gobernador y su equipo piensan que una actuación en este sentido les restará poder, y tal vez estén en lo cierto. Pero también es verdad que si los gobernados reclaman menos poder y más eficacia, el gobierno está obligado a bajar varios peldaños y a ponerse al nivel de sus opositores más cualificados e intentar con ellos remar para salir del charco.

A todos nos falta aprender. A mí, el primero.

Pero por detrás de mí, hay toda una legión de gente necesitada de un urgente refresco de sus conocimientos. Aquí solo he mencionado a algunos, pero espero que el haberlo hecho les mueva a reflexionar profundamente sobre nuestra intrínseca vulnerabilidad como sujetos congnoscentes y a sacar de sí lo mejor que tienen para mostrarse, aunque sea por una vez, humanos y asequibles. Antes de enviar al infierno a los opositores, antes de flagelarse diciendo a todo el mundo que uno es víctima de ataques lacerantes, se debe dar una oportunidad a los críticos. Porque el poder del látigo y el terror mediático ya no es compatible con el nuevo escenario. Porque, aunque no les guste a estos señores tan poderosos, esta maldita enfermedad y el miedo que nos ha metido en el cuerpo, no nos ha confirmado inteligentes y omnipotentes como creíamos, pero al menos nos ha hecho a todos un poco más iguales de lo que éramos antes.