
La pandemia y la cuarentena -cuya gravedad en la Argentina todavía es materia de alguna controversia- permitieron en Salta que el gobierno provincial huyera hacia adelante y se limitara a replicar en el territorio una serie de medidas de prevención que otros países adoptaron con un cierto retraso.
Mientras el gobierno de Sáenz perdía de inocencia de golpe, la oposición -en estado de shock y confundida por la falta de buena información y la ausencia de liderazgo- se quedó sin espacios físicos para la discusión y sin argumentos, en medio de un estado de agitación pública que solo tuvo en mira y en todo momento el objetivo de impedir el avance de la epidemia.
Algo parecido sucedió en algunos países europeos, pero durante unas pocas horas: las suficientes para que tanto el gobierno como las diferentes oposiciones se dieran cuenta que la unidad (o el ressemblement, como lo llaman los franceses) no es incompatible con la disputa política abierta, leal y transparente.
En Salta, después de dos largos meses de rezos y plegarias al Altísimo, el gobierno no se ha interesado por la suerte de la oposición, y ésta, perdida como está, cuando ha tenido ocasión de ocuparse del asunto, se ha visto envuelta en los apretados anillos de la anaconda del egoísmo sectorial, dedicándole tiempo y recursos institucionales que bien se podrían haber empleado para mejores causas a asuntos muy minúsculos como la suerte del negocio de peluqueros, dueños de gimnasios y profesiones afines.
El mismo gobernador Gustavo Sáenz que cuando todo era incertidumbre llegó a pedir al Presidente de la Nación que «sacara al Ejército a la calle», se vio cada día más cómodo ejerciendo el cargo porque nadie puso en duda el acierto de lo que estaba haciendo. Esa suerte no la tuvieron ni Merkel, ni Macron, ni Conte, ni Johnson, ni Sánchez, y por supuesto, tampoco Bolsonaro o Trump, que después de un par de días comenzaron a recibir palos desde todos los ángulos.
Pero el precio que han debido pagar los salteños por la comodidad de su Gobernador ha sido altísimo. Nuestros comprovincianos -incluso los más disconformes y «combativos»- vieron cómo en pocas semanas el gobierno que había comenzado su andadura en diciembre de 2019 en medio de tribulaciones y titubeos, se convertía de repente en una fiera implacable, con una gran especialización en la persecución de los enfermos o dieran señales de que pudieran estarlo.
Como en muchos otros lugares del mundo, en Salta el gobierno limitó las libertades, pero solo aquí se ha asfixiado a la política al mismo tiempo, como si en vez de ser la política una aliada para resolver el problema fuese un obstáculo, una piedra en el camino. Eso no ha sucedido en ninguna otra parte del mundo. En ningún otra democracia del planeta los gobiernos se han visto tentados a llamar a jefe de los fiscales para meter miedo a la población y ajustar las tuercas flojas de la obediencia.
La culpa es desde luego del gobierno, pero comparte gran parte de la responsabilidad con la oposición, cuyos principales dirigentes -a excepción de un puñado de valientes- que, tan pronto como estalló la gran crisis mundial, se mandaron a guardar en el horno de barro, a la espera de que escampe y que se pudiera volver a practicar la política cara a cara.
Haya sido calculado o no, el resultado de esta nefasta operación es que ahora, cuando más se necesita de la política y del diálogo para organizar la desescalada, para determinar cómo y en qué tiempos los salteños recuperan los espacios y las relaciones perdidas (incluidos los negocios de las empresas y los pequeños autoempleados), la política agoniza como esas calas macilentas que terminan pudriéndose con un olor espantoso en los precarios floreros de las tumbas municipales.
Pero aunque las responsabilidades sean compartidas, el que exista una política sana y vigorosa que ayude a resolver los problemas y tomar decisiones racionales es una responsabilidad primordial del gobierno. Es Gustavo Sáenz el que la tiene que activar, y no solamente en su círculo más próximo (que cuanto más cerrado y autista se muestra es cada vez menos «político»), sino especialmente en la oposición a la que debe llamar cuantas veces sea necesario para hablar de lo que realmente importa a los salteños en estos momentos: cómo vamos a vivir los unos cerca de los otros sin que el miedo al contagio tenga que ser controlado por policías a caballo o con perros entrenados para mordernos a la primera de cambio.
Al gobierno no le corresponde decidir, exclusivamente, cuáles son los negocios que podrán funcionar y cuáles deberán permanecer cerrados. No es ni debe ser la capacidad de presión de los diferentes sectores la que determine el calendario de restitución de la actividad económica. Las decisiones solo pueden ser «políticas» en el sentido más noble que tiene esta expresión; pero para que puedan llevar ese ilustre apellido hace falta algo más que las reuniones periódicas de ese comité de pseudoexpertos a los que Sáenz ha encargado la misión de cerrar con llave a la Provincia como si fuese la cárcel de Villa Las Rosas.
Hace falta política, y aunque parezca que este es un bien abundante entre nosotros, hoy todo indica que es un bien escaso y que hay que plantearse seriamente y de forma prioritaria acometer su reanimación inmediata; es decir, incluso antes de volver a inyectar vitalidad a la actividad económica.