
Con cierta ingenuidad pero no sin convicción, Sáenz ha dicho hoy mismo que con esta «estrategia» pretende cuidar a los salteños. Y a decir verdad, lo está consiguiendo. Pero lo hubiera conseguido igual si en el debido momento se decidía a meter a todos los salteños en un frasco, para evitar que entren en contacto con el entorno.
Es que así cualquiera.
El verdadero desafío de los gobiernos de los países más avanzados consiste en controlar la pandemia pero sin aislar al país y privarle de sus contactos con el mundo exterior, que son los enriquecen su vida económica y cultural.
Sin dudas, muchos han seguido la «receta» de Sáenz, aunque es verdad también que algunos lo han hecho con resultados no tan concluyentes como los de Salta, en donde, a fuerza de perseguir obsesivamente al viajero que llega a la tierra y dispararle a la frente con una especie de taser que te mide la temperatura, se ha conseguido reducir el número de casos positivos a cinco, mientras el de muertos se mantiene orgullosamente en cero.
El problema es que con semejante cerrojo (ni siquiera hay importación ilegal de hojas de coca, lo cual da la medida de la gravedad del asunto) Salta puede perecer de asfixia.
Es curioso, pero en Salta, donde faltan muchas cosas, la gente lamenta más la interrupción del trapicheo ilegal en la frontera, que la importación regular de bienes de absoluta necesidad para los habitantes.
Hubo una época -felizmente superada- en que algunas madres avergonzadas por un hijo o una hija nacida con alguna discapacidad cognitiva solían criarlos encerrados en sus casas, escondidos en un cajón (como en el caso del célebre Tolaba), atados a la pata de la cama o compartiendo su suerte con perros y chanchos. Así, las madres creían -como Sáenz- estar «cuidando» mejor a sus hijos, cuando en realidad lo que hacían eran cuidarse ellas mismas de las habladurías y los comentarios malévolos.
El desafortunado que vivía aislado «en los patios del fondo» muy pocas veces entraba en contacto con sus semejantes, y cuando venían visitas no se lo sentaba a la mesa, sino que comía en la cocina. Tanto que se habla ahora de igualdad y de no discriminación, los primeros en desconectar a estos pobres niños de su entorno eran sus propios padres, que seguramente en aquellas épocas no sabrían que lo mejor que podrían hacer por sus hijos menos avispados era dejarlos que se mezclen con los demás y educarlos en completa libertad.
El criterio «encerrista» de Sáenz es sanitario, pero también es social. Socialmente atávico se podría decir, porque en su cerrojo -reforzado por la Gendarmería y «garantizado» por ese verdadero perro de presa que en que se ha convertido del Procurador General- cualquiera puede reconocer el candado con el que se cerraba el infame cajón en donde se crió Tolaba; o peor aún, la valija, a la que tanto temía el Muñeco Pepito.
Los salteños no pueden permanecer por mucho más tiempo encerrados en el «frasco jurídico» en el que los han metido Sáenz y su comité de expertos. Nuestros comprovincianos no pueden dejar su suerte librada al humor coyuntural del ventrílocuo. Salta necesita oxígeno e intercambio. Necesita rescatar el turismo de su deprimente encierro, porque es el turismo (y no el tabaco) el que da de comer a la gente. Debe tomar riesgos, como cualquier otro territorio del mundo, porque a estas alturas, nadie puede vivir exclusivamente «con lo suyo».
Si este asunto persiste y la única solución al alcance del gobierno consiste en clavar tablones para taponar los agujeros por donde puede colarse el mortal enemigo de la civilización, dentro de unos años nos despertaremos como el adolescente Tolaba que al evadirse definitivamente de su «prisión domiciliaria» descubrió un mundo (a whole new world) al que nunca pudo adaptarse.
Y todo porque su mamá lo cuidó más de la cuenta.