
Aunque en líneas muy generales los poderes e instituciones políticas del Estado todavía responden al diseño constitucional, su funcionamiento -que, por cierto, no tiene otro objetivo que el de facilitar y garantizar el disfrute por los ciudadanos de los derechos y las libertades reconocidas en la norma fundamental- se ha visto profundamente trastornado por la emergencia sanitaria.
La situación excepcional no solo ha desfigurado las instituciones y suprimido (o sometido su ejercicio a condiciones inasumibles) una parte importante de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos, sin que los presuntos «defensores» de la Constitución (los que quieren reformarla) hayan protestado de ninguna forma, sino que también ha sustituido de facto las normas que regían nuestra convivencia por un conjunto de «protocolos» que son los que nos dicen ahora cómo los salteños nos tenemos que comportar, en la calle y en nuestras casas; cómo nos tenemos que mover, qué, cómo y cuándo podemos consumir y cuáles son los límites de las relaciones que podemos entablar.
La Intendenta Municipal de la ciudad de Salta ha llegado a decir con una frialdad incomprensible que el Gobernador y ella han restituido la «vida comercial», pero que la «vida social» está todavía prohibida. ¿Es que nuestra vida está en manos de ellos? ¿La vida social depende de lo que decida el gobierno? Cualquiera ciudadano de Salta es perfectamente consciente de que a la Intendenta y al Gobernador se los ha elegido para gobernar, no para dirigir nuestras vidas. Si ya para hacer lo primero las cualidades personales de una y otro son bastante limitadas, aceptar lo segundo sería directamente suicida.
Gracias a esta emergencia tan grave e inesperada, de la que el gobierno parece estar aprovechándose en estos momentos, la vida misma se ha visto descompuesta en mil movimientos diferentes, tal como si a los «protocolos», en vez de haberlos escrito un comité científico de virólogos y epidemiólogos los hubiera formulado el ingeniero Frederick Winslow TAYLOR, quien a finales del siglo XIX revolucionó la producción industrial con sus particulares teorías sobre «tiempos» y «movimientos».
Solo falta que el gobierno diga que los salteños deberán evacuar el vientre en días alternos y en un horario preestablecido, según la terminación de su DNI, para evitar el colapso de las cloacas.
No hace falta ser un gran experto para darse cuenta de que si, para una sociedad determinada, lo más importante es observar el «distanciamiento social» o llevar una mascarilla sanitaria que nos tape la nariz y la boca, el protocolo que nos obliga a hacer cosas como estas es la nueva Constitución, puesto que es la norma más importante, la que precede a todas las demás.
A diferencia de la otra -de la suspendida- a esta nueva Constitución de los protocolos superpuestos y contradictorios no la ha votado nadie. Ningún representante del pueblo ha intervenido en su elaboración. Solo «expertos», del mismo nivel científico, o parecido, de aquel meteorógolo que acaba de afirmar que la temperatura matinal que hoy soportamos en Salta se debe a un «frente polar que viene del Sur». Ahora que, si rastreamos en la genealogía de los protocolos solo vamos a encontrar voluntarismo, autoridad y un sálvese-quien-pueda sectorial, que es nada menos que la combinación letal que conformó la materia prima de los gobiernos de facto que hemos conocido y padecido durante buena parte del siglo XX.
Se podía decir, en defensa del gobierno, que es esta una situación no deseada ni buscada. Pero si esto fuera realmente cierto (que lo es en buena medida), el propio gobierno es responsable de devolver a la Constitución al lugar que le corresponde; es decir, a la cima del Ordenamiento jurídico. Sin dilaciones. El tiempo ahora juega en contra del gobierno en materia de libertades, pues debe demostrar que a pesar de que las circunstancias le han obligado a beber del licor prohibido, no le ha tomado el gusto y permanece abrazado a la botella.
Después de que el «ironclad lockdown» impuesto por el gobierno como reacción mimética demostrara que la circulación del coronavirus es mínima, lo que corresponde ahora no es devolver la vigencia de la Constitución a cuentagotas, como si fuera una novela por entregas, sino restituirla plenamente de un solo golpe, tal y como fue suprimida en su día.
Reconozcamos que el gobierno no ha hecho nada para reducir la circulación del virus. Lo que ha hecho es impedir que la casi nula circulación que había al comienzo crezca y se mantenga en niveles de prepandemia. Como logro, este de mantener muy bajo el número casos y en cero el número de contagios y de muertos, es bastante modesto y no autoriza a seguir gobernando de la misma forma, sin devolver a la Constitución el lugar y la utilidad perdidos.
Esta devolución no supone que los salteños deban dejar de observar determinadas reglas de comportamiento para cuidar de la salud propia y de la ajena; es decir, no significa que se deba relajar la vigilancia epidemiológica y permitir que todo el mundo haga su ancha voluntad. De lo que se trata es de que cualquier norma de comportamiento en este sentido, en vez de ser sancionada por un comité de emergencia integrado por un coronel jubilado, una pediatra desbordada y un ingeniero fantasioso, lo sea por los representantes electos del pueblo, y a través de mecanismos exclusivamente políticos.
Ha desaparecido la urgencia constitucional
La situación excepcional se puede mantener, aunque que esperemos no de forma indefinida. Lo que es ya imposible de sostener es la urgencia, pues, con el correr de las semanas y con la baja circulación del virus, no cabe otra conclusión: la urgencia ha desaparecido.No está demás recordar que el artículo 145 de la Constitución de Salta autoriza al Poder Ejecutivo a dictar decretos sobre materias de competencia legislativa en dos casos: 1) cuando la Provincia enfrente un estado de necesidad y urgencia, y 2) cuando se encuentra amenazado de forma grave e inminente el regular funcionamiento de los poderes constituidos.
Si descartamos el segundo caso, solo puede el gobierno echar mano de este mecanismo constitucional excepcional en el primer caso, que, como fácilmente se puede ver, exige el matrimonio íntimo de la necesidad con la urgencia. Al faltar uno de los requisitos fundamentales para la legítima utilización de este mecanismo, lo único que cabe (lo que debe hacer el gobierno) es restituir, y de forma inmediata, la plena competencia legislativa a las cámaras de la Legislatura provincial.
Bastaría, pues, que la Legislatura provincial sancionara una ley para autorizar al gobierno a adoptar las medidas sanitarias adecuadas para evitar la propagación de la enfermedad, para que el Poder Ejecutivo dispusiera inmediatamente de una ancha vía para desarrollar por vía reglamentaria las previsiones de la ley y disponer de una amplia batería de recursos para poder luchar de forma eficaz contra la epidemia.
Pero aunque el gobierno se decantara por las medidas más restrictivas, la sanción de la ley nos aseguraría de que los mecanismos constitucionales han sido respetados y que cualquier exceso o abuso cometido por el Poder Ejecutivo a la hora de poner en marcha la ley ha de ser corregido por el Poder Judicial, declarando e imponiendo la supremacía de las normas constitucionales y los tratados internacionales en materia de derechos humanos.
Lo que no es posible es que antes que nuestra Constitución, antes de que la Convención Americana de Derechos Humanos, antes que la Declaración Universal de los Derechos Humanos y antes que el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, en Salta a alguien se le ocurra entronizar un «protocolo» como norma fundamental del Estado. No somos robots y no merecemos que se nos trate como tales. No podemos movernos todos en la calle como si fuésemos pac-men en una cuadrícula o como estuviésemos practicando break-dance.
Si el gobierno provincial sigue empeñado en erigirse en el único protagonista de la emergencia, si se ha tomado en serio ese rol paternalista de «gran hermano» omnisciente, que controla las calles, vigila los domicilios y registra los movimientos de los transeúntes, es probable que la democracia salteña caiga todavía más bajo, y que, como ya ha dicho alguno, estamos a un paso de que los «protocolos» se conviertan en «procto-colos»; es decir, en algo parecido a un examen rectal completo.